
CRISTO SE PARÓ EN GAZA
Por Nani Carvajal

Iba para Jerusalén donde lo esperaban a eso del mediodía pero no llegó. Quería cumplir la profecía 9.9 de Zacarías: «¡Alégrate mucho, hija de Sion! ¡Grita de alegría, hija de Jerusalén! ¡Mira, tu rey viene a ti, justo y salvador, humilde y montado en un asno, en un potrillo, hijo de asna!». Era el Mesías y tenía que llevar la paz a la gran ciudad pero necesitaba hacerlo de manera humilde, serena, no como los belicosos reyes mundanos con grandes caballos henchidos de ornamentos guerreros. Pidió por eso a dos de sus discípulos que le buscaran un burro antes de iniciar su camino. Era Domingo de Ramos y estaban en Betfagé, una bonita ciudad de Betania conocida como «La casa de los higos verdes». Se sentía sosegado después de una dolorosa semana rezando en el monte de los Olivos.
Ya subido al asno, acompañado de sus apóstoles y rodeado de palmas, alguien le susurró algo que le pareció una tentación y le recordó sus días en el desierto. «Maestro», le dijo el desconocido, «sería muy bueno para la humanidad que modificaras tu recorrido y que, en lugar de dirigirte a Jerusalen, te desviaras al sureste, donde los filisteos. Allí encontrarás el lugar que te dará la visión más completa que del mundo se pueda. Serán dos o tres días de viaje, la burra lo soportará.»

Y más por curiosidad que por convencimiento decidió darle la vuelta a la brújula. Escoltado a regañadientes por sus doce fieles encabezó una comitiva que tardó lo previsto en llegar a una franja de tierra cercana al Mediterráneo que no olía a mar sino a huevos podridos, a un gas que llamarían siglos después óxido sulfuroso, y a un polvo explosivo que aún no se había inventado. Creyó ver a lo lejos un poblado con chozas, barracas y tierras de cultivo pero a medida que la borriquita se acercaba a la zona el panorama se disolvía como un espejismo y se tornaba atroz: ¿Qué estaba pasando? ¿Dónde se encontraban? ¿Era esto Sodoma y Gomorra?, preguntó desconcertado.
-«No, Maestro», le dijo Pedro, el más viajero de sus doce apóstoles mientras desenrrollaba un papiro rudimentario que descolgó de su mula. «Sodoma y Gomorra quedan más arriba. Esto es Jabalia, la Gaza del norte, un lugar que sería refugio durante muchos años, que albergará en su día casi 30.000 habitantes y que ha sido asediado por los nuestros», aclaró.

La ciudad o lo que fuera no tenía puertas ni calles ni plazas. El mercado estaba derrumbado, también la mezquita y el centro de salud. Mientras la burra sorteaba todo tipo de obstáculos Jesús no salía de su asombro. Había niños que cargaban con otros niños heridos chorreando sangre, algunos cuerpos yacían colgados, otros aparecían desmembrados, quemados… Las mujeres gritaban confundidas, la gente deambulaba entre cadáveres sin saber qué hacer ni adónde ir. No tenían alimentos, habían perdido sus casas, todo eran ruinas, escombros, desolación.
Jesús no contaba con esto. Había vivido y soportado muchas tragedias, calamidades e incluso crueldades en carne propia pero la magnitud de este daño, en su tierra, lo superaba. Paró la caravana, se bajó del burro y pidó que alguien le explicara todo aquello. Mateo se aventuró a dilucidar las causas de tal destrucción pero su pericia como recaudador de impuestos no daba para tanto. Lo intentó después Juan, más profundo y reflexivo, aunque sin mejores reultados. Por fin fue Judas el que sentenció:
-«Maestro, yo que sé de vilezas y de traiciones, te aseguro que lo que estamos viendo no tiene justificación. Sólo lo explica el odio, el poder y el terror», dijo. «Esto es una conjura, una infamia contra la humanidad».

Jesús no habló, no le salían las palabras. Con el rostro afligido dejó pasar unos minutos eternos y volvió a subirse a la burra. Los demás hicieron lo mismo. Santiago preguntaba a la gente por los rabinos pero no obtenía respuesta. Simón quiso saber si alguien mandaba allí y una joven tapada, con un bebé envuelto en una vieja manta, le indicó vagamente hacia el norte con el dedo. Les dijo que harían bien en esconderse porque se esperaban bombas -ellos no entendieron a qué se refería- y les suplicó algo de comida. Le dieron el pan que les quedaba en el zurrón; ella les buscó agua para los animales; se agradecieron mutuamente los intercambios y, con el ánimo abatido, la caravana judía emprendió el camino de vuelta. De nuevo la terrible angustia del huerto de Getsemaní.
Cabalgaron sin mirar atrás. Pasaron por encima de los túneles de Hamás, lugares confusos que parecían emitir gemidos, sortearon cascotes y derribos y esquivaron sin saber lo que eran decenas de minas israelíes. Se escondían al ver actuar unos demonios voladores de los que huía la gente aterrorizada, gritaban: «¡drones!» y se ponían a cubierto, y hasta contemplaron en el horizonte cómo impactaba un carro de fuego procedente del cielo contra un cercano campamento de chamizos. Así fue como el firmamento se les tiñó de rojo y se les atestó de siluetas corpulentas, de sombras negras, de metales brillantes, monedas y de unos artilugios extraños tan potentes como mortales sin ser espadas ni flechas ni arcos, ni siquiera hachas… Uno del séquito aseguró ver entre tanta confusión el perfil de algo que con los siglos se llamaría «resort» pero no lo creyeron. Tan inconcebible alucinación colectiva atribuló aún más el sentir de la caravana integrada por gente sencilla sólo sumida en la Biblia, los profestas, los libros sagrados y, por supuesto, la palabra del Mesías.
-«Habrán pecado mucho, Maestro», dijo Tadeo.
-«No son ellos los culpables de su exterminio, amigo Tadeo, sino los que lo sufren por la maldad escondida bajo el manto de la falsa justicia y de las palabrqs fariseas», respondió Jesús. «Sucede que no me ha entendido nadie y que llevo más de 2.000 años para adecentar un mundo que me ignora. Me siento como si no hubiera nacido ni tampoco hubiera muerto», apostilló.

Palabras enigmáticas como tantas otras veces las del Maestro. Y la comitiva siguió su camino a Jerusalén en el más absoluto silencio, enferma de abatimiento, perseguida por la devastación. Cuando ya los jinetes divisaban la antigua muralla los burros jadeaban y el Domingo de Ramos quedaba lejos. A la entrada de la Ciudad Santa una multitud inasequible al desaliento que seguía esperando al Mesías perseveraba al pie del camino para aclamarlo con sus palmas y sus mantos extendidos. Jesús, experto en recomponer la figura, hacía lo que podía para transmitirles confianza pero, por Dios, que no le hablaran de paz que no sabría qué decirles. ¡«Señor, Padre«! rezaba en voz baja mirando al cielo.
Sólo quienes le conocían notaban su dolor: su madre, sus amigas, los doce… Pedro, el futuro papa se le acercó y lo abrazó. Jesús le dió las gracias y le dijo al oído: «Me atormenta, y no paro de pensar en qué manos voy a dejar al pueblo de Dios, y esto no va por ti». Dicho lo cual, se ajustó la túnica, se atusó el manto y se entregó en cuerpo y alma a la Semana de Pasión que le tenían preparada. Un año más, y van 2.025.
Nani Carvajal es directora y editora de Mujeres del Sur