
EL PRIMER PAPA JESUITA Y LATINOAMERICANO DEJÓ LA QUÍMICA Y A SU NOVIA POR LA SOLIDARIDAD MUNDIAL
Por Mario Merino

Jorge Mario Bergoglio nació un 17 de diciembre de 1936 en Buenos Aires, en una casa
sencilla del barrio de Flores. Hijo de un ferroviario y una ama de casa, fue el mayor de cinco
hermanos. Desde pequeño, amaba leer, escuchar tangos en la radio, y jugaba al fútbol en la
calle, como cualquier chico porteño de la época. Su equipo era San Lorenzo de Almagro,
pasión que nunca ocultó, incluso ya como papa. Lo que pocos saben es que a los 21 años
estuvo al borde de la muerte por una grave infección pulmonar. Le extirparon parte de un
pulmón, y esa experiencia marcaría su vida. Decía que desde entonces había aprendido que
«Dios no te deja solo ni en las peores».

Estudió Química, trabajó en un laboratorio, tuvo novia… sí, Jorge tuvo un primer amor. Pero
una llamada más profunda lo llevó a dejar todo para entrar al seminario jesuita. Fue ordenado
sacerdote en 1969, y desde entonces se ganó el corazón de muchos por su estilo austero:
viajaba en transporte público, cocinaba para sí mismo, vivía en un pequeño apartamento y
siempre, siempre pedía que rezaran por él. Tenía una amistad entrañable con gente de todos
los mundos: desde presos hasta rabinos y pastores evangélicos. En Buenos Aires solía visitar
villas y hospitales sin cámaras, sin prensa. Solo con su sotana desgastada y su mirada serena.
A su secretaria personal, la trataba como una hija. A sus compañeros, como hermanos. A
todos, con cariño y respeto.

Cuando fue elegido papa en 2013, su primer gesto fue pedir silencio y que recen por él antes
de bendecir al mundo. Ahí, muchos lloraron. Había llegado alguien diferente. No usó la
limusina papal, eligió un coche modesto. Renunció al palacio y vivió en la residencia Santa
Marta, “para estar cerca de la gente”. Amaba el mate, el humor simple y los gestos pequeños.
Se sabía de memoria los nombres de los porteros del Vaticano. Cuando alguien le preguntaba
cómo ser mejor cristiano, solía responder: “No hables mal de nadie, saludá a todos y sonreí”.
Francisco no solo fue un líder espiritual.
Fue un hombre profundamente humano. Cercano, valiente, imperfecto. Alguien que caminó
por el mundo con zapatos gastados, corazón abierto y una fe que se respiraba en cada gesto.
El 21 de abril de 2025, a los 88 años, partió tras una traicionera enfermedad. Pero su huella
queda viva. En los más vulnerables, en los migrantes, en los jóvenes, en los que dudan, en los que creen, en los que simplemente lo recuerdan con ternura.