LA DAMA DE MARFIL
Por Carmen Herrera Castro
Hace cinco mil años la tierra firme comenzaba en lo que hoy llamamos el Monte de los Lirios. Desde la falda del monte hasta la tierra de los Afar, todo era agua y una interminable sucesión de islas: el mundo de los Atlantes. El gran río −que aún no tenía nombre− llegaba hasta el mar desde las montañas que se elevaban en la lejanía. La tierra tampoco tuvo nombre hasta la llegada de Tilennut.
Era una niña cuando desembarcó, tras una larga y difícil travesía. En el mismo barco llegaron mujeres y hombres de ojos rasgados y la piel del color del marfil −baiyués−, y blemios y blemias, con la piel como el ébano. Hasta entonces la gente de la tierra sin nombre no conocía el marfil, el ébano, ni el ámbar, que trajeron con ellos en el barco, como las semillas de las amapolas.
Tilennut era huérfana; a pesar de su tierna edad había sufrido mucho y era sabia, muy sabia −su madre la enseñó a contar historias y a pintar las paredes antes de morir−. Con ella llegaron a la tierra sin nombre la magia, las historias, la ilusión… La gente de la tierra sin nombre aprendió a quererse, a cantar, a rezar, a sembrar amapolas, y a recoger bellotas para alimentar a los rebaños de cerdos. Como empezaron a producir más de lo que podían consumir, los excedentes se emplearon en el intercambio de bienes de lujo, raros y exóticos, con comunidades muy, muy, lejanas: marfil de Bay-yu, cuentas de cáscara de huevo de avestruz de Ifriquia, ámbar de Siculia, oro…
Las baiyué de ojos rasgados enseñaron a la gente de la tierra sin nombre a fabricar punzones y pulidores para tallar el marfil, las piedras y los metales; los blemios les mostraron como elaborar el cinabrio para pintarse los cuerpos y decorar los cuencos de cerámica; las blemias les enseñaron a molerlo y espolvorearlo para decorar las paredes de las cuevas y los tholos…
La tierra sin nombre se llenó de color: rojo, negro y blanco, por este orden, los colores que sustentan la simbología de la vida y la muerte.
Con Tilennut aprendieron el valor de los rituales y la importancia de despedirse adecuadamente de los muertos. Ella, tan joven, supo forjarse su reputación y su poder. Se convirtió por sus propios méritos en la lideresa de la comunidad. Desde entonces todos conocieron a esta tierra como Tamazirt Timɣarin Tilennut, la Tierra de la Señora de Marfil.
Cuando Tilennut murió −demasiado pronto demasiado joven− el pueblo que antes no tenía nombre se volcó en sus exequias. La enteraron con su peine de marfil, coronada por un enorme colmillo y una cáscara de huevo de avestruz, armada con una daga de cristal y otra de pedernal con incrustaciones de ámbar. Durante cientos de años se mantuvo su memoria y se llevaron ofrendas a su tumba. Una tumba solo comparable a aquella en la que fueron enterradas quinientos años más tarde −tan amadas por el pueblo, como ella, la guerrera, la reina, la primera− sus herederas, las sacerdotisas de Adrar Tajejjigit.
Pero esa es otra historia.