EL HOMBRE INVISIBLE
Por Concha Cobreros
PRIMAVERA
Sentado en un pequeño taburete en la acera, un hombre relativamente joven, de aspecto saludable y fuerte, cabeza afeitada, humildes ropajes negros, mirada melancólica, vasito en el suelo y cartel explicativo, pedía la voluntad. Su aspecto aseado, potente y capaz contrastaba con su humilde actitud mendicante.
Pasó por delante de él una madre con tres niños, todos, incluida la madre, muy rubios y vestidos de blanco. Recordaban a Mamá Pata seguida de sus patitos. El más pequeño, rezagado, montaba una bici de plástico de tres ruedas que impulsaba con sus piernecitas.
Al llegar frente al hombre, se paró con curiosidad y lo miró como miran los niños: con descaro, de frente y a los ojos. El hombre le sonrió y le tendió un dedo. El niño se aferró al dedo con una sonrisa de la que colgaba un chupete.
El hombretón sintió un nudo en la garganta y dos lágrimas chivatas saltaron incontroladas. El pequeño se quitó el chupete de la boca y se lo ofreció. Quizás para que no llorara. La madre, asustada, cogió al niño y a la bici y se los llevó, amonestando cariñosamente al pequeño.
El patito chico, agarrado firmemente por la mano de su madre, se volvió un par de veces a mirar al hombre, que siguió al grupo con la miradasoñadora hasta que volvieron la esquina.
El fresco sol de la mañana estiraba las sombras de la calle. La gente se apresuraba camino de sus quehaceres. Soñaban con el mar. Ya olía a verano.
En el vasito del hombre quedó un chupete.
VERANO
Llegó el ansiado y perezoso verano, con sus mediodías desiertos y tórridos. La ciudad se había quedado agradablemente vacía, se podía circular sin atascos o hacer la compra sin bullas. Había vecinos que preferían tomar sus vacaciones en septiembre y disfrutar así de dos meses sin masificaciones.
La sabiduría ancestral hacía que,los pocos vecinos que no se habían ido a la playa, realizaran sus gestiones callejeras a primera hora de la mañana, con la fresquita. Y allí, también temprano, adaptándose a los ritmos del barrio, estaba nuestro hombre. NH, lo vamos a llamar.
Nadie lo miraba.
¿Se habían acostumbrado a su presencia? ¿Se estaría haciendo transparente?
Después se encerraban en sus aires acondicionados, en casa, en el despacho o en el coche. Y ya no pisaban la calle hasta que salía la luna y reventaba la dama de noche. Entonces las terrazas de los bares se llenaban de vestidos ligeros, sandalias, pantalones claros, camisetas alegres, vasos con hielo y sonrisas.
NH, Nuestro Hombre, desaparecía.
OTOÑO
Y en octubre, que pintó de amarillo todas las fachadas y los árboles del barrio y llenó las aceras de hojarasca, nuestro amigo, NH, ya totalmente trasparente, seguía allí.
Callado, discreto, inadvertido, invisible. Se había mimetizado con el paisaje.
Pensó hacer algo para llamar la atención, tal vez una mueca, sacarle la lengua a alguien… Pero su dignidad se lo impidió.
INVIERNO
Y llegó el invierno, con su navidad dulce, sus calles de luces bulliciosas, y un enero desabrido y áspero.
Nuestro hombre había añadido a su atuendo un gorro azul oscuro de marinero, una bufanda y una insuficiente sudadera. Hacía frío. Se parapetaba entre unas cajas de cartón de diferentes tamaños que había colocado con cierta armonía, como si fueran sus muebles.
Las mujeres, los hombres, las familias, los jóvenes y los viejos…la buena gente del barrio, iba y venía a sus tareas sin prestarle atención, escondidos todos bajo una gruesa capa de abrigos e indiferencia.
Y allí, en aquella esquina de la calle, imperceptible paratodos, invisible, traslúcido, NH pasaba las horas, los días y las estaciones, esperando el milagro de una mirada que le devolviera su corporeidad. Alguien que se parara a mirarlo como lo miró aquel niño en primavera: de frente y a los ojos.
Concha Cobreros es empresaria, publicista y periodista.