
ODA A MIS PIES
Por Concha Cobreros

Mis pies son grandes, poderosos, confortables, sensibles.
Disfrutan como niños cuando los saco a pasear al aire libre: se dejan acariciar por él y lo respiran con cada poro de su piel.
También les encanta chapotear en el agua.

Y, en invierno, adoran envolverse en suaves calcetines.
Mis pies son muy agradecidos: hace años recibieron un masaje de reflexoterapia y todavía ronronean de placer cuando se acuerdan.

A veces les hago pequeñas putadas: taconazos, puntas estrechas, finas tiras … protestan un ratito, pero en seguida lo olvidan. No son rencorosos.
Y es que son muy presumidos: un día les echaron un piropo por la calle. Iban ellos encaramados en unas vertiginosas sandalias con plataforma (para haberse roto un metatarso, los muy locos) y una señora que pasaba les dijo: “Qué buenos pies”. No dijo “qué bonitos” sino qué buenos. Pero dio igual. Ellos se llenaron de orgullo y se estiraron insinuantes y coquetos exhibiendo toda su capacidad de equilibrio.

De esto, la verdad, hace ya algunos años. Últimamente les pongo más deportivos que tacozanos. Y están tristones, añoran el glamour de los stilettos.
Yo les reconvengo y les digo que son víctimas de costumbres ancestrales que han obligado a las mujeres a encajar en determinados cánones de belleza. Les recuerdo que muchas de esas modas iban destinadas a limitar la movilidad de las mujeres, a hacerlas más frágiles y dependientes: desde el corsé -que estrechaba la cintura a costa que no dejarlas respirar y procurarles, entre otros males, frecuentes desmayos- a los pies vendados.
–¿Los pies vendados?, me preguntan con extrañeza.
Les explico que durante diez siglos, hasta principios del XX, a la mujeres chinas de clase alta, o que aspiraban a ella, les vendaban los pies para conseguir que fueran más pequeños.

Este tormento, les cuento, empezaba en la infancia de la mujer, a los cuatro o cinco años. Con fuertes vendajes iban rompiéndoles poco a poco los huesos de los dedos,que acababan doblados bajo la planta hasta conseguir que el talón casi tocara el metatarso. Así se lograban los deseados pies de loto, pies de unos 7 cm de largo, que les garantizaban una mejor boda, un alejamiento de las tareas del campo… y una enorme restricción de su movilidad.
Mis pies se encogen aterrados de momento. Pero, en cuanto me descuido, a la mínima oportunidad, se deslizan en los más altos o puntiagudos ejemplares del zapatero, en las sandalias más extravagantes. Yo los cambio y les pongo los deportivos planos y sensatos. Se conforman, admiten la conveniencia y disfrutan también de esa comodidad.
No obstante, cuando pasan por el armario miran con melancolía los bellos y disparatados tacones. Y cuando me paro en un escaparate lleno de zapatos de deporte, manoletinas y botarrones de gruesa suela… mi pie derecho, que es el más protestón, me dice: “ni se te ocurra!”.

Yo intento hacerlos entrar en razón:
-Esos tacones que tanto añoráis limitan la movilidad. En caso de urgencia, de tener que salir corriendo, serían un perfecto estorbo. Tendríamos que echarlos a un lado y huir descalzos.
-Te recordamos -dicen a coro- que nunca hemos tenido que salir corriendo hasta ahora de ningún sitio y que los únicos esguinces y torceduras que nos has hecho han sido con chanclas o haciendo deporte.

-Ya, les contesto, pero el tiempo pasa, ya no tenemos edad, pensad en los metatarsos y en el neuroma de Morton. Además, últimamente os veo más grandes y os están saliendo callos y juanetes. Y la verdad… ya las sandalias no os sientan tan bien como antes. Cerraditos y planitos estáis mejor.

-Mala persona, mal educada, ¿cómo puedes decirnos eso? Con lo bien que nos hemos portado siempre contigo, hemos sido fuertes y andarines, nunca hemos protestado. Tú misma lo has dicho: somos grandes, poderosos, confortables y sensibles. Podías darnos un caprichito como premio, quizás unos Manolos…
-¿Unos Manolos Blahnik?. Lo siento, queridos, no tenemos dinero.
Concha Cobreros es empresaria, publicista y periodista.