HISTORIA DEL PATO ARTHUR

Por Concha Cobreros
Cuando conocí a Arthur apenas me llegaba a los tobillos: era el pato más pequeño que había visto en mi vida.

Nos encontramos en el estanque de los patos del Parque de María Luisa de Sevilla. Yo, a mis más de treinta años, acababa de aprender que a los patos no le gustan los altramuces sino los gusanitos de maíz y me dediqué a echárselos, como hacían todos los niños a mi alrededor. De pronto vi un mini pato, recién nacido creo, que salía del agua corriendo con cara de terror, dirigiéndose claramente hacia mí. Era apenas un plumoncito amarillo que me cabía sobradamente en la palma de la mano. Jugamos durante mucho rato y aprendió enseguida a coger los deliciosos gusanitos de mi boca. A mí me hacía gracia y a él, también. Arthur, que así lo bauticé, era muy simpático y muy listo. Cuando nos cansamos de jugar lo dejé en el suelo, pero él ya no consintió en separarse de mí, me seguía, se venía detrás. Impronta filial creo que se llama la figura.
Llegó la hora de cerrar el parque y Arthur no quería volverse a su isla. Busqué al guarda del parque pero no apareció y, como me dio miedo de que los gatos se los zamparan por la noche, pues en la palma de la mano me llevé a Arthur a mi casa.

Arthur fue creciendo en el pequeño universo de mi habitación y de una terraza que yo le tenía acondicionada. Allí comía, allí dormía…y allí cagaba. Cagaba mucho más de lo que su tamaño podía sugerir.
Los días se le hacían largos esperando mi vuelta del trabajo. Cuando me oía a llegar, pegaba uno de sus ojos al cristal de la puerta de la terraza para buscarme, daba un poquito de yu-yu ese ojo redondo y sin párpados escaneando la habitación. “Ábreme por favor», me decía. Entonces le abría y Arthur correteaba feliz pegado a mis tacones por todo el parquet de la habitación. Por allí no cagaba. Ya he dicho que era muy listo.
Un día llené la bañera y lo puse delicadamente en el agua para que pasara un buen rato, pero, por el contrario, él se asustó y glugluteó desesperado para que lo sacara. Le expliqué que él era un pato y que por tanto debía aprender a nadar. Y pareció entenderme porque al rato estaba chapoteando muy a gusto en el agua.

Otro día hicimos una barbacoa en el jardín a la que fueron personas de diferentes edades. Arthur se identificó enseguida con los niños y jugó con ellos al coger, dando carreras arriba y abajo “patosamente”, como le correspondía, por todo el césped.
Al cabo de varias horas de juego, ya derrotado, me buscó, se puso junto a mis pies y se echó a dormir, colocando graciosamente la cabeza sobre su espalda con el pico hacia atrás cómo hacen los patos. Eso no se lo enseñé yo.
Por aquella época dejé la casa de mis padres. En mi nueva casa no era factible tener a mi querido Arthur, no podía acotarle un espacio y mi plumoncito ya se había convertido en un pato grande con todas las consecuencias, incluidas las permanentes cacas que repartía a placer por toda la zona. Además, teníamos una plaga de gatos en el barrio a los que les encantaba cazar todo tipo de plumíferos.

Pensé que la mejor solución era que volviera a la isla de los patos. Así que lo metí en un carrito y me lo llevé al Parque de María Luisa.
Fue todo el camino muy feliz canturreando, “cuá, cuá, cuá,cuá”. Pero cuando llegamos al enorme estanque lleno de aquellos seres horrorosos que él no había visto nunca, cubiertos por plumas blancas y con el pico amarillo, se puso a gritar como un desesperado y a correr detrás de mí: “socorro, socorro”, gritaba. Me quedé con él toda la mañana hablándole y convenciéndole de la bondad del cambio, hasta que poco a poco se fue adaptando y lo vi disfrutar de la compañía de sus congéneres.

Volví a los pocos días: “Arthur, Arthur”, gritaba yo dirigiendo mi voz hacia la isla de los patos ante la mirada atónita de los turistas. Arthur no apareció. O yo no lo reconocí, porque los patos se parecen mucho unos a otros.
No sé si hice bien en su momento salvando a Arthur de los gatos nocturnos ni si fue una crueldad devolverlo más tarde a la isla de los patos, tan ajena ya para él. Pero esta es su historia, la historia de Arthur, al que nunca más volví a ver pero que siempre está en mi corazón.
Otro bicho simpático que tuve en casa fue Dominga la tortuga. Su historia y la de mi gato JS, os la contaré otro día.
Concha Cobreros es empresaria, publicista y periodista.