Por Laura Domínguez.
“Nada, salvo los sentidos, puede curar el alma, como tampoco nada, salvo el alma, puede curar los sentidos”
Así pronunciaba Lord Henry Wotton una sus frases más seductoras en la única y venerada novela de Oscar Wilde. Esta observación, conserva una magia propia y nos conduce a la reflexión sin esfuerzo alguno, haciéndonos pensar cuánto de cierto hay en esas palabras y consiguiendo que nos sorprendamos al descubrir la cantidad de cosas que percibimos a través de los sentidos y que despiertan el calor de nuestra calma y felicidad. En mi caso, esta fue siempre la literatura.
Es este amor el que me ha llevado a notar la decadencia que ha sufrido la palabra escrita durante los últimos años, concretamente en el género romántico. Por supuesto no hablo por boca de esos eruditos de poca monta que se sienten moralmente superiores por haber desterrado de su maravillosa prosa las frivolidades que tanto nos gustan a las mujeres. Mediocres que saben distinguir los temas realmente importantes para poder incluirlos en sus novelas, como los conflictos políticos, el contexto sociocultural, las corrientes filosóficas, la influencia de las doctrinas religiosas y un sin fin de cosas que, en lugar de conservar su carácter sugerente, funcionan como una vara paternalista con la que poder atizar a algunas de sus compañeras del gremio, o como una sonda que alimenta su ego maloliente. Hablo de la forma en la que las relaciones radioactivas de corte romántico, la normalización de conductas de maltrato, la idealización de personajes masculinos dañinos e incluso la romantización del mundo de la mafia (siempre cuando el protagonista sea atractivo y rico) han germinado en este género y continúan abriéndose camino con la intención de quedarse.
Hablo de bestsellers. Y también de novelas con alto contenido, de lo que suele denominarse “erótico”, pero que yo solo puedo identificar como pornografía barata. Es como si una de las películas de la web más cotizada, hubiera sido plasmada en papel con todos los complementos repugnantes de los que suele gozar: Objetivación de la mujer, encuentros coitocentristas, visión distorsionada del sexo, ausencia de comunicación y, en general, todo lo que hace que sea una de las armas más peligrosas para la educación sexual (siempre y cuando sea mal enfocada) y que crea un impacto preocupante desde antes de la adolescencia. Algunas de estas novelas pueden ser adquiridas a través de Internet con tan poca o nula restricción de edad como la que puede proporcionar un simple aviso. Otras llegan al mercado y se colocan junto a la sección infantil de las librerías con una recomendación de edad de consumo que ronda los catorce años.
Parece ser que el famoso concepto de “Príncipe Azul” que utilizan para lavarnos el cerebro de pequeñas es como el virus de la gripe. Al llegar a la pubertad muta y se convierte en el ideal de “Ángel Caído” al que, por supuesto, debemos salvar. Porque la mujer adopta el papel que haga falta para “ayudar” a su interés romántico y se transforma en un centro de rehabilitación, en madre, en saco de boxeo y, si me apuras, hasta monta un tablao flamenco si hace falta con tal de acatar una responsabilidad que ha hecho suya y que ha eclipsado una necesidad tan básica como es querer ser respetada.
Me preocupa saber que son mujeres adultas, o no tan adultas, las que escriben este tipo de contenido. Las mismas que, seguramente, acuden a manifestaciones feministas para luchar por nuestros derechos. Las mismas que rechazan abordar la toxicidad en las relaciones románticas desde la perspectiva adecuada, plasmando la crudeza, el sufrimiento y el círculo vicioso de manipulación, celos, chantaje, etc, que sufren tantas personas, y que prefieren hacerlo dando una versión adulterada, igual de podrida pero lo suficientemente adornada para que una adolescente sea capaz de identificar todo eso como amor puro y decida invertir su tiempo y dinero en esa obra que, recordemos, ha tenido, como muchas otras del mismo estilo, récord de ventas: After, Cincuenta sombras de Grey, 365 días…
Por supuesto estos libros son venerados por su público. Libros que se convierten en modelos, en inspiración y que se llevan a la gran pantalla, impulsando a los nuevos talentos a que se continúe con la estirpe. Quizá no somos conscientes de hasta qué punto influye todo esto en nuestra sociedad. Olvidamos el impacto que el arte tiene sobre nuestra existencia y la forma en la que, su ausencia o deterioro, puede dañar la calidad de nuestras vidas.
Todo esto me hace recordar a Virginia Woolf. Ella nos invitaba a nosotras, a las mujeres, a que exploráramos las extensas tierras de la literatura. Que escribiéramos sin restricciones, disfrutando de los páramos que habían sido por tantos años, décadas, siglos, apartados de nosotras como la eterna olvidada: la poesía.
Tampoco yo creo que el arte pueda ser concebido desde el ámbito de la ética, pero sí su mensaje. El feminismo no es un dedo acusador con el que señalar a otras mujeres, pero son mis principios los que me impulsan a gritar a pleno pulmón que esto debe parar ya.
Laura Domínguez es escritora y cursa Psicología.