EL ACUSADOR ACOSADOR
–Por Lorena Lozano Benito
-«Letrada, le pregunto como letrada pero también como mujer. Si yo a usted le dijera, “quiero follar contigo” ¿usted que diría… se sentiría agredida?». En ese momento me congelé, me quedé de piedra, totalmente descolocada.
Rondaba yo los 33 añitos. Con la ilusión intacta y todas las ganas del universo concentradas en mi pequeño cuerpo, me aventuré en solitario en el noble arte (aunque a día de hoy más bien diría, la insensata locura) de la abogacía.
Pasaba horas estudiando en mi recién estrenado despacho, que abrí con el sudor de mi frente, literalmente, ya que durante meses combiné el citado noble arte con el no menos noble arte del bricolaje y la decoración, para convertir aquel local a pie de calle en un respetable despacho de abogacía, al precio más módico posible.
En los días previos a la apertura, me sorprendí a mí misma discutiendo con mi compañera de despacho sobre si en el rótulo debíamos poner “Abogados” o “Abogadas”. Me encontré ante la dicotomía de tener que decidir entre la rectitud lingüística, para mí también moral y lógica y la necesidad de captación de clientela. “Si ponemos Abogadas no va a entrar nadie”, era la máxima que ambas, jóvenes y suficientemente preparadas, asumíamos con total seguridad. Así que, como la supervivencia imperaba, sucumbimos a nuestra propia presión y abrimos nuestro despacho con un precioso rótulo que ponía “Abogados”. Y con esa pequeña mentira inicial, comenzamos nuestra andadura.
Pasado un tiempo, el destino quiso que conociera a una compañera maravillosa que quiso continuar la andadura conmigo. Una compañera que, casi sin quererlo, me descubrió un mundo que hasta entonces había permanecido oculto para mí. Palabras como sororidad, tribu, lucha feminista, patriarcado, micromachismo, lenguaje incluyente… comenzaron a abrirse paso en mi cabeza. En muchos aspectos, ella fue maestra para mí, aunque quizás nunca llegue a saber cuánto.
Ante el cambio de nombre del despacho, volví a plantear “la cuestión del rotulito”, pero esta vez yo tenía algunos años más a mis espaldas, mucha más seguridad y la confianza de que mi clientela estaba ya asegurada y ella, por supuesto, no concebía más que lo que debía ser. Así que ahí apareció “Abogadas Asociadas” en grande, en luminoso, en rosa… pero también negro.
Nunca imaginamos hasta qué punto supondría una revelación en el barrio el hecho de que hubiera un despacho de “Abogadas”. Escuchábamos a la gente pasar leyendo nuestro rótulo y detenerse en “Abogadas” con retintín. Entraban clientes preguntando por el abogado. Gente del barrio nos preguntaba si éramos todas mujeres y por qué no había ningún hombre. Incluso en una ocasión, un cliente nos tomó por las secretarias del despacho. Cuando le dijimos que éramos las abogadas (sí, las del rótulo) dijo, con cara de decepción, que volvería otro día y nunca más se supo. Con cada cosa que ocurría confirmábamos lo necesario que era que en ese rótulo pusiera lo que ponía.
En nuestro quehacer diario, por supuesto batallábamos con el hecho de que éramos mujeres, éramos jóvenes y estábamos solas, en un local a pie de calle. Unas aventureras en toda regla. Esa lucha se extendía también a los “compañeros” con los que nos enfrentábamos en nuestras causas y en ocasiones también a los funcionarios de la administración de justicia. Y sobre esto último, aunque no lo parezca, versa mi anécdota.
Una mañana, esta servidora acudió puntual, impecable y perfectamente preparada (era joven, como he dicho) a una vista en un juzgado de lo penal. Mientras esperaba en el pasillo, ay…ese pasillo…esos cuerpos rozándose en los escasos dos metros existentes, ese vaho mañanero de la multitud, ese olor a humanidad … Sigo. Mientras esperaba en ese pasillo, vi salir de la sala donde yo tenía que celebrar a un señor con toga que identifiqué como fiscal. Comenzó a aproximarse a mí con tal seguridad que, descartando conocerle, di por sentado que venía a hablarme de mi juicio. Se puso frente a frente de mí, con su cara excesivamente cerca de la mía, rompiendo todo espacio personal con la excusa de que el pasillo era estrecho y me dijo:
-«Letrada, le pregunto como letrada pero también como mujer. Si yo a usted le dijera “quiero follar contigo” ¿usted que diría… se sentiría agredida?».
En ese momento me congelé, me quedé de piedra, totalmente descolocada. Ante mi perplejidad y tras un largo silencio, incómodo para mí, seguramente gozado por él, el representante del Ministerio Público me aclaró: «es que tengo un asunto en el que a una chica por la calle le dijeron que la querían follar y no tengo claro hasta qué punto eso puede suponer una agresión y quería conocer su opinión».
Mi respuesta no fue la que hubiera deseado, porque mi juventud y mi sensación de inferioridad y vulnerabilidad en aquel momento habló por mí. Sentía cómo se relamía por haberme descolocado y haber perturbado mi seguridad y mi calma. Su conversación acabó derivando en una suerte de interrogatorio para saber cuánto tiempo llevaba ejerciendo y dónde tenía el despacho, recomendándome qué hacer y no hacer en esta profesión. Todo en un tono paternalista, fingidamente amigable, que apestaba a abuso de posición y género.
Unos minutos después, este personaje y yo volvimos a encontrarnos en la sala, donde mantuvimos posiciones encontradas. Durante el juicio eran más mis ganas de salir de allí que mi concentración en la causa que defendía. En cuanto terminó, salí corriendo lo más rápido que pude, con la cabeza baja para no encontrar su mirada. Nunca pretendí siquiera averiguar qué fiscal era. Tenía clarísimo que cualquier intento de denuncia o queja contra él no haría más que perjudicarme en el ejercicio de esta, tan noble profesión, que tanto trabajo me costó levantar.
Volví a mi despacho, pequeña, derrotada y enfadada conmigo misma por no haber sabido responder como merecía. Allí me esperaba mi socia que, una vez más, le dio nombre a todo lo que había vivido y sentido esa mañana y me curó con ese apoyo que, hasta el momento, solo nosotras podemos ofrecernos.
Lorena Lozano Benito es abogada sevillana, socia de «Bolonia Abogacía».
Mujeres del Sur ofrece en este espacio una plataforma de denuncia para todas aquellas personas que se decidan a narrar si han vivido y cómo han vivido el acoso sexual y de género. Sea en la Universidad, en la empresa, en la calle, en el sindicato, en casa… o en cualquier lugar.
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