…Y EL JOVEN JUEZ
Por Amparo Díaz Ramos
Me da mucha pereza por las mañanas tener que vestirme. No es que yo sea una nudista radical sino que me resulta una pérdida de tiempo elegir la ropa y los zapatos (¡Hay tantas cosas que aprender, tanto que cambiar en el mundo! ¡tanto que espigar! ¡y yo aquí eligiendo ropa!). Por mí me pondría cada día unos vaqueros y una camiseta, con algo arriba si hace frío. Y a la vez me quedo embelesada ante el cajón de los calcetines, repletos de opciones múltiples, la mayoría de ellas coloridas.
En cuanto a los calcetines se ve que no soy nada minimalista. El cajón de los calcetines es mi caja de pandora. Ya antes de abrirlo estoy pensando en algo concreto, con más o menos estereotipos de género, más o menos revolucionarios, más o menos inspiradores. Pero ¡ay!, es raro el día que los calcetines que quiero, que, por algún motivo, tienen algo que aportarme ese día concreto, estén localizables. O falta uno o faltan los dos. Citando a la Martirio: es un diario.
Ayer mismo tenía yo un juicio difícil, como casi todos, y ya solo me faltaba ponerme los calcetines, pero de los que había elegido no encontraba uno. ¿Cómo es posible –pensé- si no me los he puesto más que una vez? ¿Cómo puede ya haber desaparecido uno? Es como cuando acaban de aprobar una ley que estabas esperando con ilusión y empiezas a darte cuenta de que se va a cumplir poco. Ya está, me dije, como buena aprendiz de estoica, hay cosas que no queda más remedio que aceptarlas, y que mis calcetines tengan vida propia y la desarrollen volando, es una de esas, y que las leyes no se cumplan, nunca lo será. Recuerda, me seguí diciendo, podemos morir en cualquier momento y los calcetines pueden desaparecer volando en cualquier momento. Memento moris, memento volaris, o algo así, me dije.
Terminé eligiendo otros dos calcetines, distintos entre sí sin pretenderlo, lo que es francamente inusual en la época en la que vivimos. Con esos calcetines, sin vaqueros ni camiseta, con un troler cargado de documentación, la toga, el móvil, el portátil, varios pendrives, y hambre de justicia, entre otras cosas, salí pitando para el juzgado.
Apenas tuvimos que esperar mi cliente, los testigos, los peritos, y mis calcetines, una hora, junto con otras muchas personas, delante de un cartel que decía en plan optimismo mágico: “silencio por favor”. Una vez dentro de la sala estaba ese aire tan familiar de típico tópico de siempre: el reconocible estilo jerárquico de poder.
Como era esperable el Juez no admitió más que la prueba documental, y creo que porque llevábamos poca, pero se tomó la molestia de explicarnos que el abogado contrario y yo, al igual que los demás abogados y abogadas, no sabíamos en qué consistían unas medidas provisionales, que no es el juicio definitivo, y en la que no se tienen por qué practicar las testificales ni periciales aunque estén al otro lado de la puerta esperando para entrar dos psicólogas forenses y tres testigos. ¿Pudiendo hacerlo seis o nueves meses más tarde para qué hacerlo ahora? Total, se pueden tomar las decisiones un poco más a lo loco, un poco más por impulso, porque ya el otro juicio, el del futuro, será más metódico y exhaustivo. No es que fuera la primera vez que escuchara algo así, ni siquiera me pareció en este caso algo imprudente pues lo cierto es que había mucha documental significativa aportada. Pero me enterneció el tono entre amable, un poco enfadado y con pretensiones de aleccionador del Juez.
«Me fijé en él, me pareció joven por fuera y joven por dentro, con todo lo bueno y malo que conlleva».
He sido como él, pensé. Le costaba ponerse en la piel de quienes no tenemos la última palabra sino la palabra que pide justicia y que pide que no se decida superficialmente, y a la vez quería tratarnos con respeto. No sabía que quienes no tenemos la última palabra nos encontramos con discursos muy diferentes que tienen en común por lo general que se creen irrefutables e incuestionables, aunque el juez o la jueza de al lado tenga el criterio contrario. Por eso tenemos que acudir a las vistas, incluso a las medidas provisionales, si queremos ser útiles a nuestros clientes, intentando cubrir todas las opciones. En cierto modo, pensé, aún soy como él porque hay miles de cosas que me cuestan. Me pregunté cómo sería ese juez dentro de unos años, si el respeto y la amabilidad habrían superado a la prepotencia y jerarquía, o todo lo contrario. Me pregunté cómo sería yo. Me hizo sentir esperanza saber que ambos tendríamos calcetines voladores.
Amparo Díaz Ramos es abogada especialista en violencia de género.