Si nos ponemos estupendas, estupendos y estupendes, podríamos estar estar discutiendo sobre la oportunidad del empeño de la ministra de igualdad en revolucionar el idioma castellano para hacerlo inclusivo a su manera, más tiempo del que se pasaron los sabios bizantinos preguntándose inútilmente sobre el sexo de los ángeles, en vez de preocuparse de los enemigos que se agolpaban a las puertas y que cercaron e invadieron su hermosa ciudad, arrasándola a sangre y fuego.
Irene Montero, pretendida adalid de la inclusión lingüística, se queda en las formas. Ha elegido una alambicada manera de innovar el idioma hasta extremos, hoy por hoy, incomprensibles. Se ha erigido en pionera de la inclusión in extremis de forma poco estratégica y anacrónica, consiguiendo que su revolucionario discurso se interprete como una forma de patear el diccionario, de cabrear a la RAE y al sursum corda y, lo que es peor, de convertirse en oscuro objeto de choteo. Su obstinación en matar moscas a cañonazos es absolutamente demencial y extemporánea, pues refleja un nulo conocimiento del momento y de la sociedad en la que vive y a la que se dirige. Su minoritario gran salto hacia delante no hace sino dar munición y argumentos a quienes disparan incansablemente sobre el feminismo. En definitiva, presta un flaco favor a la que debería ser su causa.
Demasiado cuesta ya haber conseguido que algunos políticos, no todos, digan en su discurso por ejemplo ciudadanos y ciudadanas, algo que todavía ni siquiera ha calado en la población general, para pedirles que incluyan además lo de ciudadanes, que vaya usted a saber lo que es y a quién se refiere exactamente.
Forzar un asunto tan serio como es la lengua – con la de academicistas que tiene alrededor- hasta extremos que la inmensa población- mujeres y hombres incluidos – considera ridículos nunca ha sido la mejor manera de fomentar los avances culturales, sociales y, especialmente, de género. Estos requieren tiempo, educación, concienciación, asimilación, convicción y un gran trabajo al unísono por parte de las mujeres feministas. Convencer con argumentos, explicar con razones, trasladar a la ciudadanía la inclusión lingüística como una necesidad para visibilizar al conjunto de la sociedad -no sólo al sexo masculino- y para mejorar y hacer más justa e igualitaria la convivencia. Y por supuesto, con la propuesta de una técnica lingüística enriquecedora y no con añadidos o cambios finales a capricho en los sustantivos que, además de no ser reclamados ni comprendidos, entorpecen la comunicación sin que los entienda nadie.
Está claro que el cielo no se toma por consenso y hay que ganarlo al asalto pero, desde el feminismo tenemos que saber trabajarnos la igualdad. Es lo que hemos hecho siempre, con mejores o peores resultados. Pero los atajos, atajas y atajes, nunca nos han llevado a ningún sitio.
Maruja Limón
20 de mayo 2021