Durante mucho tiempo sostuve que, si se nos pretendía reprochar algo a los hombres e invitarnos
al cambio, había que decirnos las cosas claras y de la forma más directa posible. Si percibíamos
que alguien andaba buscando el momento oportuno y el modo de decírnoslo para no herir nuestra
susceptibilidad, sospechábamos que nos quería llevar al huerto y nos poníamos a la defensiva. Era
por tanto preferible un hachazo verbal, como el titular de una noticia impactante, y luego, si no
nos cerrábamos en banda, cabía explicarnos la letra pequeña. Supongo que era el modo en que
mejor me habían llegado los mensajes que consiguieron cambiarme. Una dureza que reclama las
cosas claras y a la cara, sin paños calientes.
Siempre he creído que nuestras responsabilidades se incrementan a medida que conocemos el
impacto de nuestras acciones, omisiones o silencios. Esto me lleva a ser más severo con los
comportamientos machistas de los hombres que se presentan como defensores de la igualdad que
con aquellos que ni se plantean su necesidad. Aunque también creo que apenas quedan adultos
de este último grupo y que los varones nos dividimos entre los que pretendemos la igualdad y
quienes la combaten.
Los que compartimos los objetivos feministas combatimos los privilegios y las resistencias
masculinas al cambio, pero nos cuesta llegar a quienes empiezan a recorrer el camino hacia la
igualdad, entre otras cosas por la superioridad subjetiva con que les afeamos sus contradicciones.
Es como si la intransigencia con que los juzgamos nos hiciera más igualitarios, y excusara lo
indulgentes que podemos llegar a ser con nuestra falta de coherencia y múltiples escaqueos.
Como si nuestra capacidad de aparentar ser receptivos a los discursos feministas nos hiciera
implacables con el resto de los varones, legitimando cierto postureo y reduciendo nuestras
propias responsabilidades.
Hace años pregunté a un grupo de drogadictos que trataban de superar sus dependencias “por qué hay nueve hombres por cada mujer en los centros de rehabilitación, si hombres y mujeres
prueban las drogas en la misma proporción”. Me contestaron que “las mujeres pueden ser, pero
los hombres tenemos que ser”. Que ellas abandonen las conductas de riesgo significa que son prudentes, pero que lo hagan ellos indica que son cobardes. Y hace mucho menos, el macho alfa de un grupo de jóvenes que cumplían condena en una cárcel andaluza reconocía que hacía falta más valor para negarse a poner la vida en peligro con el resto de su pandilla que para jugársela con ellos.
Desde entonces evito decirle a ningún hombre lo que “tiene que ser” o lo que debe hacer, y me
molesta el tono de superioridad con que algunos lo hacen. No sé por qué hablan de “lo que tienen
que hacer los hombres” quienes parecen estar de vuelta de todo sin haber ido a ningún sitio, y se
permiten olvidar las dificultades del camino que han tenido que recorrer para alcanzar el grado de
deconstrucción que han conseguido. Ni entiendo la falta de empatía hacia los jóvenes, los varones sin estudios, los racializados o los inmigrantes con unos valores sexistas que forman parte de los
recuerdos de mi infancia. Valores de los que apenas nos separa una generación.
Tampoco comparto el mensaje que llama a desentenderse de los costes de la masculinidad porque
se trate de “daños colaterales del disfrute de los privilegios”, porque sé que visibilizarlos ayuda a
entender que no siempre los beneficios que reportan estos privilegios son tantos como se
pretende. Y porque, cuando llamamos a ignorarlos, mostramos el mismo desprecio hacia el dolor
de los hombres como el que muestran los militares que nos hablan de las muertes, heridos
y «daños colaterales» que acompañan muchas operaciones militares.
La lucha personal por la igualdad implica superar muchas resistencias y dificultades, y cada cual las
vence como puede, a su propio ritmo, presionado por su entorno y por quienes más lo quieren:
sus parejas, sus amigas, algún amigo… personas que suelen afearles sus machismos sin
concesiones pero desde la empatía. A muchos hombres nos resulta más fácil pontificar que
dialogar, contar cosas que aprender a escuchar. Por eso abundan los discursos para iniciados y
escasean aquellos capaces de llegar a los varones menos receptivos; escasean discursos capaces
de motivar a los confundidos por una igualdad que les presiona con mensajes contradictorios.
Niños de primaria acusados del machismo en el que se les está socializando; jóvenes y adultos a
los que resulta más fácil descalificar y etiquetar, por ser como se les pidió que fueran, que
escucharlos para encontrar fórmulas que ayuden a iniciar con ellos diálogos productivos.
Nunca me gustó, aunque llegó a emocionarme, la canción de Facundo Cabral que repite una y otra
vez eso de “Pobrecito mi señor que cree que el pobre soy yo”. No creo que haya que blanquear
conductas impresentables, no creo que haya que hablar de sororidad masculina o tratar de
justificar la menor de las complicidades, pero me parece razonable esperar la mínima empatía
necesaria, la que hace falta sentir hacia aquel al que se quiere ayudar, conscientes de que la vida
es el camino y la meta solo es el final de una etapa.
José Ángel Lozoya
Sevilla, mayo 2021