FRENTE A LA VENTANA DE MI VIDA
Por Mercedes López Herrera
Observarme desde “la ventana de mi vida” (1), constituyó de manera extraordinaria la primera percepción “del inicio de la consciencia externa e interna”.
Observar cuanto pasaba por la ventana, era el único modo de saber del mundo, de la vida que constituía el horizonte más allá de la familia y el entorno en el que me tocó nacer como la hija del Corceño (2).
En el amplio espacio de juegos en donde solíamos encontrarnos frente a mi ventana, tras acabar los deberes escolares, donde aprendíamos a relacionarnos y donde se ampliaban alegremente las expectativas de nuevos placeres y descubrimientos cotidianos, allí estaba La Esquina de mi casa, desde donde apoyar la incertidumbre de juntarme o esperar a las que no hubieran llegado aún.
La esquina de mi casa, era el espacio externo en el que mi madre se apoyaba, perdida su mirada en un horizonte indefinido, soñando, tal vez escapando de la estrechez de la casa, de la vida…, tal vez descansando, siendo feliz a ratos…
Recuerdo a mis 8 o 9 años descubrir la experiencia del vacío, mi madre había terminado de planchar, yo me había quedado sola absorta en mis deberes escolares, de pronto al no tener a mi madre a mi lado ni en la ventana… salí a buscarla casi con desespero, como si se hubiera marchado de mi vida, encontrándola en la esquina. Ella sonriendo me preguntó ¿a dónde vas? ¡¡A buscarte, porque no estabas!! Esa experiencia me hizo también descubrir una nueva amplitud de horizonte, el de la soledad.
Y en ese transcurrir de las experiencias que van construyendo la pequeña vida como si nada la amenazara…Entre los 10 y los 12 años, creo, de pronto un día apareció sin demasiado alboroto, una ambulancia militar, y en un silencio sepulcral, como si quisieran pasar desapercibidos los acontecimientos que estaban ocurriendo.
Dos soldados porteaban una austera camilla cubierta con una lúgubre sábana blanca que cubría el cuerpo de una niña y de la que sólo dejaba ver su cabello negro que colgaba sin ningún recogido, como de haber salido deprisa… sin peinar… pero ella ya no iba a urgencias del hospital… porque ya había muerto. Una apendicitis perforada se llevó a mi mejor amiga de los bloques militares. La que no hacía distingos de clases sociales y con ella se nos permitía jugar en su gran azotea, en la que nunca volví a jugar.
Con los bloques militares sólo recuerdo la relación con un chico y su hermano algo mayor que en aquella época no podían salir del armario y para colmo vivía a las órdenes de cabos, sargentos y tenientes, escapándose tras el mundo de la farándula. Espero que le fuera bien.
EL MISTERIO: VIDA Y MUERTE
El Misterio: vida y muerte. El impacto de la muerte me enfrentó sin contemplaciones con el misterio…con preguntas sin respuestas, provocándome una rebeldía interior desconocida hasta entonces, ante la aceptación de los adultos sin más respuestas, que Dios así lo había querido, en sus desconocidos planes para con mi amiga.
En ese libre espacio en el que aprendíamos a jugar a la lima, al turco, a montar en bicicleta y a bailar sevillanas. Pero en el que no esperábamos contemplar la muerte en el mismo, a pocos metros de donde veíamos parir la vida de los nuevos animales que venían al mundo, cuando les tocaba, en medio de nuestros desorbitados ojos, ante un espectáculo que por muy natural que se pretendiera hacer, no dejaba de ser estremecedor.
En la parte de atrás de mi pequeño bloque, habitado por unas diecisiete familias había árboles, sólo recuerdo las moreras inmensas, que rodeaban los bloques y bajo uno de ellos reproducíamos el aprendizaje normativo de aprender a cocinar “freír patatas, etc.” Era toda una aventura, como si fuéramos un colectivo de la NASA que desafiábamos lo prohibido.
En invierno todo se inundaba y aprendimos a coger libélulas cuando se posaban en los charcos, a encender los braseros con el cisco de picón, que nos calentaría bajo las faldas de las mesas de nuestras casas con sus tarimas.
En primavera nos hacíamos collares engarzando los tallos de la diversidad de malvas silvestres de diferentes colores y organizábamos fiestas adornándonos con ellas, con el contraste de las margaritas y los jaramagos ¡¡era toda una fiesta multicolor!!
Y así volvía a mi ventana a esperar las estaciones y sus vicisitudes… como si todo cambio o movimiento en mi vida dependiera de lo que externamente ocurría y la vida me brindaba.
Otros aconteceres eran: el tío del burro, que gritaba muy temprano, ¡¡tomates, pimientos, patatas…!! El animalito iba bien cargado en sus aguaderas para proveer a cuantas quisieran, porque sólo salían a comprar las mujeres (claro está).
De igual modo gritaba una señora oronda muy enlutada y con su delantal a juego, con un moño y un gran canasto en su brazo ¡¡Cuñaaaas hermosas y recién hechas!! .
Esta señora sí que nos hacía saltar de las camas para pedir, a nuestras madres y abuelas, que nos compraran ese triángulo de masa bizcochada relleno de crema interior y rebozado de chocolate por encima ¡¡gloria bendita para degustación de la infancia y de la adultez!!
En esa ventana, en esa esquina de mi pequeño hogar, en ese lugar de alegría y de juegos donde conocí la vida y la muerte, en el que se forjaron los primeros años de mi vida, comencé a oír una música interior que tiene que ver con las huellas de Sophia (3) y que nunca me ha abandonado.
Mercedes López Herrera es teóloga y pertenece a la As. Mujeres y Teología de Sevilla, As. Teólogas Españolas ATE, As. Teólogas Europeas ESTWR y Forum de Política Feminista.
Artículo publicado también en el blog «Tra las huellas de sophia» en Religión Digital.
1 https://www.religiondigital.org/tras_las_huellas_de_sophia/ventana-vida_7_2482621735.html