Por Cristina Martínez
Hemos pasado del recato decimonónico de la época de Franco al desmadre total. Aunque ya “el destape” con la llegada de la democracia hizo sonrojar a nuestros padres, lo de hoy es todavía peor. Nosotros, la generación del baby boom, la de: “o debemos trabajar más tiempo o reducir nuestras pensiones”, hemos crecido en una época en la que todo era pecado. A las niñas, sobre todo, se nos martilleaba con que no había que dejarse “tocar”. Los niños podían “tocar”, ahora bien, me temo que muy poco con aquel racimo de niñas pudibundas con las que se relacionaban. Esas niñas intocables, ahora abuelas, lo son de una generación que ha vulgarizado el sexo hasta quitarle todo su sabor y misterio para transformarlo en una hamburguesa de rápido consumo.
El fin último del sexo es la reproducción de la especie, claro. Asimismo, el último fin de comer es sobrevivir, claro. Podríamos relacionarnos de forma aséptica para lo primero, y con unas pastillas concentradas inodoras e insípidas suplir lo segundo.
NI TANTO NI TAN POCO
Ahora bien, el ser humano ha transformado el sexo y la gastronomía a lo largo de la historia de la humanidad en un arte. Y sin arte, se puede vivir, aunque mal, reconozcámoslo con sinceridad y tristeza. Desafortunadamente, nos encaminamos con rapidez hacia un modelo de sociedad con unos hábitos culinarios cercanos a las pastillas inodoras e insípidas, y en cuanto al sexo, al sexo probeta.
No olvidemos, sin embargo, que las ganas de vivir se sustentan en gran parte sobre esos dos pivotes. El amor nos conduce al sexo, no como un mero encuentro de cuerpos sino como una fusión de almas envueltas en esos cuerpos. El sexo como arte es procurar placer al otro por encima del placer de uno mismo.
Comer bien, es procurar placer a las papilas gustativas, con el fin de conseguir un goce y una mejor calidad de vida. ¿Por qué no deleitarnos con todo lo que la naturaleza nos ofrece? Si eliminamos esos dos resortes en un mundo cuyos antiguos valores religiosos están en franca retirada o desapareciendo, no me extraña que campe a sus anchas el aburrimiento, la desesperanza y el suicidio.
Los jóvenes que mantienen relaciones sexuales con la misma desidia con la que se zampan un bocadillo poco apetitoso, es decir, sin placer y sin sentimientos, no saben lo que se pierden…
Cristina Martínez Martín es escritora