Por Cristina Martínez
Cuando una noticia se repite pierde dramatismo. Nos estamos acostumbrando peligrosamente a escuchar que una mujer ha muerto a manos de su pareja. Ya ni siquiera sale la noticia en la portada de la prensa. Un minuto de silencio delante de los ayuntamientos y a la siguiente…Da igual el lugar donde se produce el asesinato, está extendido por todas partes. El suceso rescata del apacible anonimato a localidades que bien quisieran no tener que figurar a costa de esa crónica.
A veces, el agresor se suicida y otras veces lo intenta, pero se salva porque su propósito no era matarse sino parecerlo. Es más fácil clavar un cuchillo a alguien que clavárselo a uno mismo. Quedan niños huérfanos detrás que no podrán reponerse de semejante trauma ni con la ayuda de todos los psicólogos del mundo, y padres, hermanos, familiares y amigos, con el horror impreso el resto de sus vidas en sus corazones.
Antes, muchas mujeres sufrían maltrato y aguantaban en silencio. Antes, los maridos no las mataban. Si querían deshacerse de ellas, las quemaban a pequeña mecha en el día a día hasta que ellas se morían de pena. Antes, ninguna mujer se atrevía a enfrentarse a esa situación, porque ¿adónde iba a ir? Si ni siquiera sus padres se atrevían a protegerlas…¿Qué está pasando ahora? Pues que las mujeres hemos logrado una independencia económica que nos permite hacer frente a esas situaciones, y, en consecuencia, ponerles fin.
En tanto los hombres, acostumbrados desde el albor de los tiempos a tener el mando, reaccionan con una agresividad exacerbada y matan a quienes se atreven a plantarles cara o a dejarles.
Por supuesto, cada vez más hombres aceptan que las mujeres tienen los mismos derechos que ellos y las respetan. Hay también hombres sensibles, ¡bravo por ellos!, que comprenden la situación de discriminación y desigualdad de la mujer en la historia de la humanidad, y abogan al lado de sus compañeras por una justicia equitativa, pero todavía quedan muchos, muchísimos, por desgracia, que piensan que la mujer les pertenece como su perro, su coche o sus zapatillas y, por lo tanto, pueden hacer con ellas lo que les da la gana, incluso matarlas.
Cristina Martíonez Martín es escritora