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SORORIDAD
«Las abogadas que trabajamos con y por las víctimas necesitamos apoyo institucional. Porque somos su voz, debemos ser cuidadas y respetadas…»
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Por Mª Jesús Correa
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Tras veintisiete años de ejercicio profesional, entendiendo la abogacía como un servicio público a través del Turno de Oficio y el servicio de Guardias, hace unas semanas comprobé cómo, a veces, la tecnología te complica el trabajo y te lleva a lugares inhóspitos, donde nunca quisieras llegar.
Las abogadas que hacemos guardias del Turno especializado en Violencia de Género, donde asistimos a las víctimas, también hacemos guardias en las que asistimos a personas detenidas por cualquier tipo de delito. En dichas guardias podemos acudir a la llamada de la Policía Nacional o Guardia Civil, si estamos de Guardia de Policía, o asistir en sede judicial a las personas detenidas que van a ser puestas a disposición judicial, si estamos en una Guardia de Juzgado. En ambos casos, era costumbre que si el detenido era un maltratador, detenido como tal, esa asistencia la hacía algún compañero o compañera que no perteneciera al Turno de Violencia de Género, en una norma no escrita que respetaba la coherencia debida.
Desde hace un par de años, el reparto de los asuntos durante las guardias lo hace una centralita, aleatoriamente, de manera que ya no existe la posibilidad de renunciar a asistir a un maltratador, dejando atrás los acuerdos entre compañeras y compañeros que favorecía un código ético, ahora inexistente. Ahora, la centralita te avisa y tienes que aceptar la asistencia, desconociendo a qué asunto te enfrentas, en un claro retroceso en la manera de desarrollar nuestro trabajo.
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Hace unas semanas, en una Guardia de Policía que había comenzado a las 7 de la mañana y que no me había dado tregua, cuando parecía que llegaba a su fin, recibí un aviso de la centralita, para acudir a la Guardia Civil. Cuando llegué a la Comandancia me comunican que es un detenido por violencia de género, y que la víctima está siendo asistida en un centro hospitalario. Era ya noche cerrada.
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Pensando solo en intentar hacer mi trabajo, me dirigí hacia donde estaba el individuo que a mi pregunta “¿desea usted prestar declaración?”responde: “No voy a declarar aquí, ni en el juzgado, ni en ningún sitio, y cuando salga de aquí es cuando me la voy a cargar… por la mierda de la puta ley ésta”.
En ese momento di por terminada la entrevista, y me dirigí a los agentes, comunicándoles que ese señor había amenazado a la señora en mi presencia, y que lo hicieran constar en una diligencia al efecto. Para mi sorpresa, nadie más lo había oído, y yo, como letrada del detenido, no podía ser la persona que lo hiciera constar.
El corazón me latía aceleradamente, mi sitio no era aquel, qué hacía allí velando por los derechos de un terrorista que se mostraba imbatible ante mi mirada indescifrable, donde me sentía apaleada por el sistema.
Otro agente trasladó a la víctima a la Comandancia, iba envuelta en una manta y la acompañaba otra mujer. Tomaron asiento en la sala de espera, nada acogedora, que aumentaba el frío que ella debía sentir en los huesos y en el alma. Yo las escuchaba hablar, pero también escuchaba al agresor. No debía dirigirme a ella, tenía que ser consciente de cuál era mi sitio, pero eso no evitó que yo reiterara a los agentes que esa señora no debía estar tan expuesta, y desde luego, no debía ver ni oír a su verdugo. Una vez finalizados todos los trámites, con mi mente y mi razón descolocadas, salí de aquel lugar aguantando la pena. Las lágrimas y la resaca de aquel zamarreo psicológico me duraron días, y sin tiempo para curar un dolor difícil de definir, volví a hacer guardia dos días después, esta vez como letrada de las víctimas del Turno de Violencia de Género. Ahora estaba en el otro lugar. Ahí sufrí la otra violencia institucional, en la que te dan y te quitan, donde tienes que explicar a la víctima el porqué de tantas horas y de tanta incomprensión, y el porqué de la falta de respuesta de la Administración de Justicia, haciendo equilibrios para que no se note la desolación, y para que salga de aquel lugar con la seguridad de que ha hecho lo correcto.
Ese día fui consciente de la necesidad de replantearme mi vida profesional.
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Pero la vida sigue y mi activismo no duerme, yo tampoco mucho, así que acudí a la presentación del libro Hijas del Miedo, donde juezas y fiscalas comparten experiencias y relatos de su vida profesional, que ocupan un lugar de su existencia porque nunca llegan a irse del todo. Su lectura ha sido para mí un bálsamo, una alianza, un espejo en el que me veo sin necesidad de asomarme siquiera. Una caricia de compañeras unidas, tejiendo redes que salvan vidas, sororidad que me regala las ganas de seguir. Las abogadas que trabajamos con y por las víctimas necesitamos apoyo institucional. Porque somos su voz, debemos ser cuidadas y respetadas, para poder seguir contando historias que cambian rumbos. Por ellas y por nosotras, ni un paso atrás.
María Jesús Correa es abogada especializada en Violencia contra las Mujeres.