Por José Ángel Lozoya.
Un escalofrío me recorrió la columna cuando supe que los cinco menores acusados de la violación grupal a dos niñas de doce años salían del juzgado entre aplausos y gritos de alegría de sus familiares y conocidos, que llegaron a subirlos a hombros y gritarles:
“Son unos guerreros, eso es lo que son”.
Pero son jóvenes de quince a diecisiete años, y al menos cuatro de ellos habrían intervenido en la presunta violación. Unos hechos que se siguen investigando mientras se busca a un sexto menor. La Fiscalía pedía su internamiento en régimen cerrado para cuatro de ellos y libertad vigilada para el quinto, pero la titular del Juzgado de Menores, pese a reconocer que hay “indicios racionales de comisión del delito” estimó que el internamiento es una medida muy “gravosa” y acordó para los cinco la libertad vigilada con alejamiento, una decisión que ha sido recurrida por la Fiscalía por la gravedad de los hechos y por un posible riesgo de fuga.
Es imposible acostumbrarse a esta llovizna constante de violaciones en grupo que podemos seguir por los medios de comunicación, pero van dejando de sorprendernos algunas decisiones judiciales. La gente sabe que los agresores son puestos en libertad porque hay alguna prueba cuya importancia se debe considerar. De esta forma,
tras sufrir una agresión, las víctimas tienen que soportar el juicio social y quedan expuestas a cruzarse con sus victimarios en cualquier momento,
aunque el encuentro no sea intencionado. Mientras los penetradores tratan de convencernos de que solo hubo sexo consentido, la credibilidad de las víctimas se pone en cuestión.
Uno espera que el sistema judicial proteja a las víctimas garantizando la imposibilidad de que puedan encontrarse con sus victimarios, que las ayude a superar el daño sufrido admitiendo la presunción de veracidad de su relato, que el proceso judicial no las victimice más que sus agresores al diluir la gravedad de su conducta ante su entorno, y que exija a los penetradores las responsabilidades individuales de las que se hayan hecho merecedores.
Pero que su entorno los jalee a la salida de los Juzgados llamándoles “guerreros” nos remite a la violación como arma de guerra, a lo que tan acostumbrados nos tienen todos los conflictos bélicos.
Nos lleva a pensar que esos chavales son hijos sanos del Patriarcado que está en lucha contra la igualdad entre los sexos. Esos gritos deberían ser perseguibles de oficio, porque ¿de qué entorno ideológico salen estos chavales? ¿De qué padres y familiares estamos hablando? ¿Es a este tipo de padres a los que se refiere la Derecha cuando reclama el derecho de los mismos a decidir la educación que han de recibir sus hijos?
Puedo entender que padres y madres de los presuntos violadores sientan cierto alivio al ver que sus hijos, a los que les cuesta imaginar como autores de la violación grupal de dos niñas de doce años, queden en libertad aunque sigan encausados, o que pretendan quitar importancia al hecho de que a esas edades la diferencia de tres a cinco años que los separa de sus víctimas marca una diferencia considerable de fuerza y experiencia. Pero quiero creer que animarán a sus hijos a contar la verdad, reconocer el daño causado y pedir perdón, porque si no lo hacen, y además agradecen el tipo de apoyo que están recibiendo sus hijos, estarían actuando como los responsables del trabajo sucio que han hecho sus sicarios.
Estos chavales tienen las edades en que más pesa la presión de la dictadura de la pandilla en los comportamientos individuales, pero todos pudieron negarse a participar de los hechos de los que se les acusa. Tampoco hay que olvidar que la mayoría de los chavales de su edad se han educado con valores muy similares y son muy pocos los que comenten este tipo de delitos. Pero sería bastante cínico presentar lo ocurrido como una anécdota más, sin pararnos siquiera a señalar lo obvio:
que es más que probable que les haya faltado una buena educación en igualdad.
Son la prueba de lo insoportables que empiezan a ser las consecuencias de que tanto las familias como la escuela se inhiban a la hora de proporcionar una educación sexual que plantee como objetivo la mutua búsqueda del placer en relaciones libremente consensuadas.
Este proceso judicial nos va a estar recordando qué somos: una sociedad que sigue eludiendo sus responsabilidades educativas durante la infancia, los niños están siendo socializados en el machismo, y recurre al castigo cuando llegan a la adolescencia. Casos como este nos demuestran que han interiorizado el discurso, y las consecuencias nos horrorizan.
José Angel Lozoya Gómez es miembro de la red de Hombres por la Igualdad.
Sevilla, mayo 2022