Por Paula Gómez Rosado
Al hacernos mayores
ovejas descarriadas volvemos al redil.
El cuerpo que fue antaño nuestro objeto de culto
en cuyo altar poníamos con el mayor esmero
las flores más lozanas
y el mantel impecable
para que quien llegara honrase nuestro templo
y admirase su rica monumentalidad.
Nos hacemos mayores
y a la vez que se ajan los músculos y piel
las viejas convenciones se van desdibujando
mientras la mente encuentra una nueva mirada
que busca hallar espacios de gratitud y mimo
en el cuerpo que siempre nos sirvió de sostén.
El altar que fue un día fuente de admiración
y nos exigía costosa dedicación de experta
se ha transformado en un lar acogedor e íntimo
olvidó el sacrificio que le exigía en tiempos
y calza zapatillas
y usa bata en la casa.
Sólo quería contar que por primera vez
me compré unas pantuflas cómodas al andar
pero de fieltro como las de cualquier abuela
algo que rechazaba hasta hace tres días
porque lo asemejaba a ese andar tan cansino
que arrastra los pies
que agacha la cabeza
sumisa ante el mandato de cuidar en silencio
sin otra perspectiva que el suelo de horizonte.
Ahora sé que las piernas empiezan a cansarse
nuestra vista se centra en el lugar exacto
que pretendemos ver y no la dispersamos
hacia todos los puntos posibles en el mapa
mira a menudo al suelo por miedo a una caída
y ya no adorna altares porque no cree en el culto.
Aquella rebeldía nacida de la rabia
se vuelve más prudente y busca las estrategias
para encontrar la forma de lograr resultados
sin demasiado coste vanidosos e inútil
si no lo conseguimos
si nos toca perder
que al menos un escudo defensivo nos cubra.
¡Si me viera mi abuela con su risa sonora!
Paula Gómez Rosado es escritora.