EL ACOSO ANONIMO DE LUNES A JUEVES
«No me ocurrió a mí por lo guapa o lo fea que fuese, ni por lo alta o baja, ni siquiera por lo gorda o delgada, ni por la ropa que vestía. Simplemente me ocurrió a mí, por el simple hecho de que era una mujer».
Por María José Atoche
Pues mi historia es, por calificarla de alguna manera, “anónima”, porque ni siquiera me tiene como protagonista a mi como persona. No me ocurrió a mí por lo guapa o lo fea que fuese, ni por lo alta o baja, ni siquiera por lo gorda o delgada, ni por la ropa que vestía. Simplemente me ocurrió a mí, por el hecho de que era una mujer. Me explico, sucedía por la espalda, sin que el agresor discriminase ningún tipo de cualidad en mí que me hiciera acreedora de su conducta, sin que el agresor valorará si algún atributo de mi persona le gustaba por el tipo de mujer que era y sin que el agresor, ni siquiera, me dedicara una mirada directa a los ojos o simplemente me mirase a la cara.
Ahora voy a ubicarla temporalmente; corrían los años noventa y la infraestructura de Sevilla era todo caos por aquello del acometimiento de las obras necesarias para la Exposición Universal del 92. Yo vivía en un pueblo de los llamado ciudad dormitorio y de lunes a jueves, (los viernes no tenía clases), esperaba horas para poder montarme en un autobús de línea regular que me llevase a la Universidad de Sevilla, a estudiar aquella carrera que había elegido y que se me antojaba como de defensa de derechos e igualdad. Bueno, pues en aquella época las horas de atascos y retraso en los transportes por el caos circulatorio era de lo más habitual, lo que provocaba una masificación muy por encima de la media en cualquier transporte público, cual sardinas enlatadas, para hacernos una idea.
Nunca se me olvidará aquella situación de asfixia que sentía cada vez que me montaba en el autobús y no por el bullicio humano, sino por el acometimiento físico que ello suponía.
Desgraciadamente no eran ni uno, ni dos, ni tres los hombres que aprovechaban para arrimarse a cualquier ‘cosa‘ con caracteres femeninos, y no utilizo la palabra cosa de una manera casual, la utilizo porque eso éramos para ellos, nos cosificaban. Por la espalda, sin distinción, aprovechaban para pegarse a mi cuerpo y no puedo evitar recordar aquel acercamiento humano invasor que me asqueaba. Sentir miembros y atributos masculinos pegados a mi cuerpo, alientos, el sonido de respiración que invadía mi intimidad y que en muchísimas ocasiones venían acompañados de movimientos lascivos.
«Si te atrevías a hacer cualquier tipo de comentario al respecto, encima corrías el riesgo de ser objeto de críticas y reproches por el resto de los ocupantes, porque era algo que estaba normalizado«.
¿Quién iba a entender que ese acercamiento a aquella adolescente de 18 años, que además llevaba una minifalda, era una agresión contra mi persona? Era absolutamente impensable. Solo tenía como defensa algún codazo estratégicamente lanzado, acompañado, encima, de un perdón.
Estoy segura de que muchas habréis sentido esa sensación de asco, de invasión, de acometimiento, que he intentado describir. Por eso yo aplaudo que verbalizar obscenidades, o no, sobre mi persona, (por más que a alguien le puedan parecer incluso halagadoras), que suelen venir acompañadas de miradas lujuriosas y cuantas otras aquellas conductas callejeras intimidatorias, hoy estén contempladas en un texto legal.
No quiero que mi hija de solo 13 años tenga que sentir ese aliento en su nuca, ni escuchar esa respiración alterada, ni sentir miembros cerca de su cuerpo de aquella manera que, cada día, de lunes a jueves yo sentía….
Mª José Atoche es abogada
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