
ESPACIO DE DENUNCIA PARA LAS MUJERES QUE HAN SUFRIDO ACOSO.

La comunicación es el arma más poderosa de la humanidad. El silencio nos entierra en vida, sobre todo a las mujeres. Desde Mujeres del Sur hemos querido sumarnos a la batalla internacional contra la ocultación de uno de los delitos más generalizados del mundo, uno de los más sufridos por las mujeres de todas las épocas: el acoso.
La campaña Me Too, (Yo también) lleva el nombre que en 2017 se le dió en las redes sociales a la denuncia pública de este asedio con fines sexuales contra las mujeres. Una operación inicada a raiz de las acusaciones de abuso sexual contra el productor de cine y ejecutivo estadounidense, Harvey Weinstein. La frase, utilizada primero por la activista social, Tarana Bure, fue popularizada por la actriz Alyssa Milano, quien animó a las mujeres a exteriorizar sus experiencias para denunciar el comportamiento misógino. Desde entonces el hastag Me Too ha sido utilizado por más de 500 000 personas -entre ellas muchas celebridades- para hacer denuncia pública de sus experiencias en ese sentido. La campaña se ha extendido por 85 países, llegado a Parlamentos como el Europeo, para impulsar leyes contrarias a este universal tipo de agresión sexual, ha permitido el juicio y condena de violentos acosadores y delincuentes sexuales que pretendían pasar inadvertidos y ha tenido implicaciones en la sociedad y, sobre todo, en la conciencia de las mujeres víctimas pasadas, presentes o futuras.
A raiz del potente artículo que publicamos de la abogada feminista, Amparo Díaz Ramos, especialista en violencia de género, Mujeres del Sur quiere convertirse en plataforma de denuncia para todas aquellas personas que como ella se decidan a narrar si han vivido y cómo las han vivido estas agresiones, a veces de graves consecuencias -tempranas o tardías- calificadas de acoso sexual. Sea en la Universidad como fue el caso de la abogada, en la empresa, en la calle, en el sindicato, en casa… o en cualquier lugar.
Consideramos además de enorme importancia y acierto la consideración que hace la letrada sevillana en contra de la prescripción de estos delitos: «¿No estamos padeciendo numerosas mujeres, a lo largo de nuestra vida, atentados contra nuestra libertad sexual y dignidad, y por tanto crímenes de lesa humanidad imprescriptibles según nuestro derecho?» se pregunta Amparo Díaz. Pues eso: el acoso no prescribe.
Podéis enviar vuestros testimonios a mujeresdelsur@mujeresdelsur.es
Por whatsap al 649347400

Me Too Sur, 1
12/2/2023
LOS ACOSOS DEL PASADO Y LA PRESCRIPCIÓN
Por Amparo Díaz Ramos

«Cuando estábamos en la facultad mis amigas y yo tuvimos que aguantar el acoso de varios profesores, igual que otras compañeras en ese momento, antes y después. En nuestro caso eran cuatro profesores.«
Uno, el más joven, nos llevaba diez años, y el siguiente quince, los otros los recuerdo de más edad. Los cuatro se movían por la universidad con una seguridad y poder que nos superaba por completo. Nosotras éramos pequeños pececillos y ellos grandes tiburones que contaban al menos aparentemente con el silencio de sus compañeros y compañeras. Aunque todas compartimos algún momento incómodo con cada uno de los cuatro, ellos tenían sus preferencias. Había dos que eran los más insistentes. A mi me tocaba aguantar a uno de los peores. Ellos compartían su tiempo para insistir y acosar con otras compañeras a las que mirábamos entre con lástima y alivio, pues aligeraban nuestra carga.
«No se nos ocurría pensar que las cosas pudieran ser de otra manera, que pudiéramos exigir que no se nos tratase así.»

Recuerdo mi primer encuentro con mi acosador “particular” de la Facultad: yo simplemente iba subiendo la escalera cuando él, al que no conocía de nada, se dirigió hacia mi. Me dijo que era profesor del departamento, que me vio el día que fui al departamento a petición de mi profesor, que como mi examen había llamado mucho la atención, lo había leído, que le había impresionado, y que teníamos que quedar
para hablar de algunos conceptos. Me pidió que me pasara por el departamento. No recuerdo si llegué a acudir. Lo que recuerdo es que a partir de entonces, me buscaba por la cafetería de derecho (a la que cada vez iba menos), y por los pasillos. Hablaba sin parar acercándose mucho. Intercalaba cuestiones jurídicas, sociales y políticas, con lo que era su mensaje más insistente: teníamos que quedar para hablar tranquilamente por la noche, o al menos dejar que me llevara en coche a mi casa. Como yo apenas claudicaba para tomarme un café con él en la facultad, y rechazaba de plano quedar con él por la
noche, o subirme en su coche, poniendo miles de escusas, un día, que no conseguí escabullirme, cogió mi bicicleta, la subió en su coche, y me dijo que subiera. Lo hice. Me llevó a una taberna de los Remedios, donde habló y habló, mientras yo intentaba que no se me notara demasiado el malestar que me causaba, y a la vez conseguir librarme de él, sin repercusiones en mis notas ni en mi vida en la Universidad. Estaba en segundo de derecho, era, básicamente, una cría. Llegué por fin a mi casa, con mi bici, agotada de la tensión. Otros días, en los que a pesar de mis cambios de rutina me localizaba, se empeñaba en decirme que lo tenía que acompañar a un congreso interesantísimo. Mucho después, en un encuentro de mi promoción, me enteré por otras compañeras de que, respecto de algunos profesores, la insistencia para que alumnas los acompañaran a congresos, era una clásico.

Ese profesor que me presionaba a mí, que era un inteligente y sabio jurista, y que a día de hoy tiene un gran reconocimiento, y los que se parecían a él, consiguieron que no volviera a acercarme a ningún departamento, y por tanto, que no intentara ser profesora de la facultad. Y me pregunto si no le habrá pasado lo mismo a otras compañeras, si no se habrán llevado la impresión de que empezar la andadura en un departamento estaba con frecuencia lleno de ese tipo de “molestias” y riesgos. En mi caso, no tuvo una repercusión grave, pues mi gran vocación, desde el inicio, era la abogacía. Pero aún así, me pregunto cómo habría sido mi trayectoria sin ese hombre tan invasivo que no sabía respetar mi voluntad e insistía para torcerla una y otra vez. Porque lo cierto es que la docencia me gustaba y me gusta.
No recuerdo cómo es que finalmente desistió mi acosador particular, imagino que se centró en otra víctima. Lo siento por ella.
Poco después de terminar la carrera, cuando mis amigas y yo ya no éramos peces tan pequeños, pero aún éramos muy jóvenes, coincidimos con otros dos de esos profesores en una celebración que organizaba una asociación de juristas. Ellos no se acordaban de nosotras, y nosotras no tuvimos ningún interés en decir que habían sido profesores nuestros, simplemente los saludamos con cortesía en un contexto social. Pero éramos las más jóvenes y, supongo que por eso, fuimos de nuevo objeto de sus atenciones, y mantuvieron el mismo estilo insistente y depredador. Fue bastante patético descubrir que
no habían mejorado nada a ese respecto. Seguíamos siendo ante sus ojos pececillos a los que salían a pescar y consumir. Ninguno de ellos tenía el más mínimo interés en conocer lo que pensábamos sobre nada ni qué hacíamos como juristas. Su único interés era llevarnos rápida y mecánicamente a la cama, a pesar de que dábamos muestras de que precisamente eso era algo que no nos interesaba en absoluto. Lo terrible no es que lo intentaran en ese momento, sino que siguieran insistiendo largo rato a pesar de las claras negativas y a pesar de que era notorio que con sus insistencias creaban una situación como mínimo, muy desagradable.
Queríamos irnos y nos lo ponían difícil, incluso físicamente.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces, y soy formadora habitual sobre acoso y violencia sexual. Cada año pregunto a mi alumnado si tienen experiencias de acoso en las Universidades. Cada año, en cada actividad, mujeres jóvenes cuentan experiencias invasivas y de presión, llevadas a cabo por algún profesor. A veces incluso en la misma actividad se refieren distintas mujeres al mismo profesor, y comentan que en proomociones anteriores ya tuvieron el mismo tipo de problemas con él.
Ni él ni los demás fueron denunciados nunca por mi (ni se me ocurrió), y creo que nadie lo hizo, al menos mientras yo estaba en la facultad. Esos hechos, de habérsele otorgado en esa época relevancia penal, estarían prescritos.
Y eso me lleva a preguntarme si de verdad es justa la categoría jurídica de la prescripción que aplicamos en delitos en los que hay una reincidencia relevante y tantas víctimas son mujeres y niñas.
O al menos si es justa su aplicación automática sin exigir ningún requisito complementario. ¿Pierde automáticamente su función de prevención general y especial la pena en este tipo de delitos? ¿El paso del tiempo, en este tipo de delitos, por lo general tiende a solucionar el conflicto y daño causado mediante mecanismos extrajurídicos? ¿El paso del tiempo tiende a proteger a las mismas víctimas y a otras víctimas potenciales? ¿No estamos padeciendo numerosas mujeres, a lo largo de nuestra vida, atentados contra nuestra libertad sexual y dignidad, y por tanto crímenes de lesa humanidad imprescriptibles según nuestro derecho?
Febrero 2023

Me Too Sur , 2
14/2/2023
A MI TAMBIÉN ME HA PASADO:
EL MACHISMO EN LA UNIVERSIDAD
«Las mujeres no podemos callarnos por simple vergüenza, porque pensemos que así somos menos incómodas al sistema y nos irá mejor, o porque creamos que con el discurso de la meritocracia nuestros logros serán más exclusivos y nosotras más especiales y justamente recompensadas.«
Por Lina Gálvez

A mí también me ha pasado, siendo doctoranda y cuando me encontraba en los hoteles donde se celebraban los primeros congresos a los que asistía, que profesores famosos y poderosos me tiraran los tejos más o menos explícitamente, que me rozaran de manera disimulada o incluso que alguno de ellos, sin que yo lo deseara o lo hubiera propiciado, se informase del número de mi habitación y llamara por la noche a mi puerta. Así me ocurrió en un congreso en Milán, cuando tenía 24 años: estaba tan agobiada de los golpecitos que tuve que poner un sillón contra la puerta.
A mí también me ha pasado que, siendo ya doctora, tuve superiores que me mandaban mensajes invitándome a intimar más allá del departamento o que me llamaban por teléfono a mi casa, colgando, eso sí, cuando era mi marido el que lo cogía. Y ya con unos años de profesora he recibido anónimos en mi casillero con comentarios groseros sobre la forma en que me cae la ropa o se perciben mis contornos cuando trabajo.
He de decir que nunca he tenido ninguna relación sexual o sentimental con ningún hombre con el que tuviera una relación jerárquica o de poder y que por tanto, supe zafarme de todas esas circunstancias, pero conozco a quienes quedaron atrapadas y manchadas por ellas.
A mí también me ha pasado que mis méritos han sido siempre puestos en cuestión y achacados a la influencia de los hombres. Cuando acabé mi tesis en el Instituto Europeo de Florencia, concursé a una plaza de titular en una universidad británica cuya convocatoria había leído en las páginas de ofertas académicas que The Guardian sacaba todos los martes. No conocía a nadie en el departamento que me contrató pero mis amigos y amigas que habían permanecido en la universidad española me decían que algunos colegas, al enterarse de mi promoción, hacían comentarios del tipo “con quién se habrá acostado”. Cuando una década después, con 37 años, me nombraron vicerrectora en mi universidad, ya en España, se difundió el bulo en mi universidad de que mi nombramiento tenía que ver con que mi marido era un alto cargo político. Una estupidez, aunque bien significativa, porque a mi actual marido lo conocí después de ser nombrada vicerrectora y cuando no tenía ningún tipo de cargo político o público.

A mí también me ha pasado que mi carrera se ha retrasado por el simple hecho de ser mujer. Cuando volví a la universidad española, después de 12 años en universidades europeas y de haber sido contratada como profesora titular en una inglesa se me coaccionó para no presentarme a una plaza recién convocada porque, según reconocía el presidente del tribunal y catedrático del departamento, yo tenía un curriculum más competitivo que su candidato, aunque me consolaba diciéndome que, al ser “tan guapa y tan simpática” no tendría problemas para sacar pronto una plaza en España. Lo que ocurrió fue que hubo un cambio de sistema y tardé seis años en tener la posibilidad de presentarme a una plaza de titular de universidad.
A mí también me ha pasado en reuniones o incluso en actividades científicas y sobre todo en los consejos de gobierno y de dirección, que algunos colegas varones repitan, por supuesto con más pompa y tomándose mucho más tiempo, los argumentos o propuestas que hace unos minutos yo había expuesto, apropiándose de mis ideas como si fueran suyas y logrando que consten en las actas o conclusiones como si realmente yo no hubiera dicho nada antes que ellos.
A mí también me ha pasado que mi trabajo científico ha sido despreciado por el simple hecho de estar dirigido a descubrir los sesgos de género de todo tipo que envuelven la realidad social que estudio.
Algunos colegas que formaban parte de un consejo editorial prohibieron que el libro que publiqué en español como resultado de mi tesis doctoral llevara la palabra género en el título porque, en su opinión, el único género que reconocían era el de punto, cuando para entonces los estudios de género tenían más de dos décadas de historia.
A mí también me ha pasado que algunos hombres con más poder que yo han utilizado su influencia para zaherirme o despreciar mi obra científica, aunque eso fuera a costa de mostrar una ignorancia supina y una falta de cultura y de educación verdaderamente inimaginable en miembros de la institución donde se supone que trabajan las personas más inteligentes. La palma en este sentido se la lleva uno de los siete varones del tribunal de habilitaciones que pasé para poder presentarme a las oposiciones de titular de universidad. Tras mi ejercicio de investigación dijo, en público en su turno de preguntas y comentarios, que era “una pena que con lo brillante que es la candidata se dedique a cosas tan poco científicas como esto del género, cuando ella sabe, porque ya se lo he dicho repetidas veces, que debería de investigar sobre el sexo, que es mucho más divertido”.

A mí también me ha pasado, como a muchísimas más mujeres, que tras acabar el permiso de maternidad me habían quitado la silla o echado por alto la labor de años antes, o incluso tu trabajo, sobre todo teniendo un puesto de responsabilidad y poder, como era mi caso. Entre otras cosas, a mí me acusó un colega de no haber hecho determinadas acciones durante mi permiso de maternidad y cuando argumentaba que era imposible haberlas hecho porque estaba precisamente de permiso de maternidad, me dijo que eso no era excusa. Por eso defendí a Soraya Sainz de Santamaría o a Susana Díaz cuando volvieron enseguida a sus responsabilidades políticas. Sabían muy bien lo que les podía pasar, incluso siendo sus puestos de mucha mayor responsabilidad que el mío de vicerrectora. No porque no tomarse el permiso de maternidad fuera lo ideal sino porque ellos, nuestros colegas varones, no se toman el permiso de paternidad, y tal y como está la sociedad, la ausencia de los puestos de responsabilidad se paga. Por eso hay que cambiar nuestra sociedad y cambiar la universidad.
A mí también me han pasado situaciones como estas que les suceden día a día a millones de mujeres y por eso me sumo a la denuncia. Las mujeres no podemos callarnos por simple vergüenza, porque pensemos que así somos menos incómodas al sistema y nos irá mejor, o porque creamos que con el discurso de la meritocracia nuestros logros serán más exclusivos y nosotras más especiales y justamente recompensadas. Como dijo una gran maestra a su discípula para animarla a escribir sobre el machismo, “atrevámonos a escribir y a contar lo que ellos son capaces de hacer”.
Lina Gálve Muñoz es historiadora económica española, especialista en economía feminista. Desde 2019 es eurodiputada por el Grupo de la Alianza Progresista de Socialistas en el Parlamento Europeo y ha sido consejeroa de Conocimiento, Innovación y Universidad de la Junta de Andalucía (7/6/2018 al 22/1/2019).
Artículo extraidó del publicado por la autora en eldiario.es el 19/2/2017

Me Too Sur, 3
17/2/2023
EL ACOSO ANONIMO DE LUNES A JUEVES
Por María José Atoche

«No me ocurrió a mí por lo guapa o lo fea que fuese, ni por lo alta o baja, ni siquiera por lo gorda o delgada, ni por la ropa que vestía. Simplemente me ocurrió a mí, por el simple hecho de que era una mujer».
Pues mi historia es, por calificarla de alguna manera, “anónima”, porque ni siquiera me tiene como protagonista a mi como persona. No me ocurrió a mí por lo guapa o lo fea que fuese, ni por lo alta o baja, ni siquiera por lo gorda o delgada, ni por la ropa que vestía. Simplemente me ocurrió a mí, por el hecho de que era una mujer. Me explico, sucedía por la espalda, sin que el agresor discriminase ningún tipo de cualidad en mí que me hiciera acreedora de su conducta, sin que el agresor valorará si algún atributo de mi persona le gustaba por el tipo de mujer que era y sin que el agresor, ni siquiera, me dedicara una mirada directa a los ojos o simplemente me mirase a la cara.


Ahora voy a ubicarla temporalmente; corrían los años noventa y la infraestructura de Sevilla era todo caos por aquello del acometimiento de las obras necesarias para la Exposición Universal del 92. Yo vivía en un pueblo de los llamado ciudad dormitorio y de lunes a jueves, (los viernes no tenía clases), esperaba horas para poder montarme en un autobús de línea regular que me llevase a la Universidad de Sevilla, a estudiar aquella carrera que había elegido y que se me antojaba como de defensa de derechos e igualdad. Bueno, pues en aquella época las horas de atascos y retraso en los transportes por el caos circulatorio era de lo más habitual, lo que provocaba una masificación muy por encima de la media en cualquier transporte público, cual sardinas enlatadas, para hacernos una idea.
Nunca se me olvidará aquella situación de asfixia que sentía cada vez que me montaba en el autobús y no por el bullicio humano, sino por el acometimiento físico que ello suponía.

Desgraciadamente no eran ni uno, ni dos, ni tres los hombres que aprovechaban para arrimarse a cualquier ‘cosa‘ con caracteres femeninos, y no utilizo la palabra cosa de una manera casual, la utilizo porque eso éramos para ellos, nos cosificaban. Por la espalda, sin distinción, aprovechaban para pegarse a mi cuerpo y no puedo evitar recordar aquel acercamiento humano invasor que me asqueaba. Sentir miembros y atributos masculinos pegados a mi cuerpo, alientos, el sonido de respiración que invadía mi intimidad y que en muchísimas ocasiones venían acompañados de movimientos lascivos.
«Si te atrevías a hacer cualquier tipo de comentario al respecto, encima corrías el riesgo de ser objeto de críticas y reproches por el resto de los ocupantes, porque era algo que estaba normalizado«.
¿Quién iba a entender que ese acercamiento a aquella adolescente de 18 años, que además llevaba una minifalda, era una agresión contra mi persona? Era absolutamente impensable. Solo tenía como defensa algún codazo estratégicamente lanzado, acompañado, encima, de un perdón.
Estoy segura de que muchas habréis sentido esa sensación de asco, de invasión, de acometimiento, que he intentado describir. Por eso yo aplaudo que verbalizar obscenidades, o no, sobre mi persona, (por más que a alguien le puedan parecer incluso halagadoras), que suelen venir acompañadas de miradas lujuriosas y cuantas otras aquellas conductas callejeras intimidatorias, hoy estén contempladas en un texto legal.
No quiero que mi hija de solo 13 años tenga que sentir ese aliento en su nuca, ni escuchar esa respiración alterada, ni sentir miembros cerca de su cuerpo de aquella manera que, cada día, de lunes a jueves yo sentía….
Mª José Atoche es abogada
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Tf.: 649347400

Me Too Sur, 4
25/2/2023
EL ACUSADOR ACOSADOR
–Por Lorena Lozano Benito

-«Letrada, le pregunto como letrada pero también como mujer. Si yo a usted le dijera, “quiero follar contigo” ¿usted que diría… se sentiría agredida?». En ese momento me congelé, me quedé de piedra, totalmente descolocada.
Rondaba yo los 33 añitos. Con la ilusión intacta y todas las ganas del universo concentradas en mi pequeño cuerpo, me aventuré en solitario en el noble arte (aunque a día de hoy más bien diría, la insensata locura) de la abogacía.
Pasaba horas estudiando en mi recién estrenado despacho, que abrí con el sudor de mi frente, literalmente, ya que durante meses combiné el citado noble arte con el no menos noble arte del bricolaje y la decoración, para convertir aquel local a pie de calle en un respetable despacho de abogacía, al precio más módico posible.

En los días previos a la apertura, me sorprendí a mí misma discutiendo con mi compañera de despacho sobre si en el rótulo debíamos poner “Abogados” o “Abogadas”. Me encontré ante la dicotomía de tener que decidir entre la rectitud lingüística, para mí también moral y lógica y la necesidad de captación de clientela. “Si ponemos Abogadas no va a entrar nadie”, era la máxima que ambas, jóvenes y suficientemente preparadas, asumíamos con total seguridad. Así que, como la supervivencia imperaba, sucumbimos a nuestra propia presión y abrimos nuestro despacho con un precioso rótulo que ponía “Abogados”. Y con esa pequeña mentira inicial, comenzamos nuestra andadura.

Pasado un tiempo, el destino quiso que conociera a una compañera maravillosa que quiso continuar la andadura conmigo. Una compañera que, casi sin quererlo, me descubrió un mundo que hasta entonces había permanecido oculto para mí. Palabras como sororidad, tribu, lucha feminista, patriarcado, micromachismo, lenguaje incluyente… comenzaron a abrirse paso en mi cabeza. En muchos aspectos, ella fue maestra para mí, aunque quizás nunca llegue a saber cuánto.
Ante el cambio de nombre del despacho, volví a plantear “la cuestión del rotulito”, pero esta vez yo tenía algunos años más a mis espaldas, mucha más seguridad y la confianza de que mi clientela estaba ya asegurada y ella, por supuesto, no concebía más que lo que debía ser. Así que ahí apareció “Abogadas Asociadas” en grande, en luminoso, en rosa… pero también negro.

Nunca imaginamos hasta qué punto supondría una revelación en el barrio el hecho de que hubiera un despacho de “Abogadas”. Escuchábamos a la gente pasar leyendo nuestro rótulo y detenerse en “Abogadas” con retintín. Entraban clientes preguntando por el abogado. Gente del barrio nos preguntaba si éramos todas mujeres y por qué no había ningún hombre. Incluso en una ocasión, un cliente nos tomó por las secretarias del despacho. Cuando le dijimos que éramos las abogadas (sí, las del rótulo) dijo, con cara de decepción, que volvería otro día y nunca más se supo. Con cada cosa que ocurría confirmábamos lo necesario que era que en ese rótulo pusiera lo que ponía.
En nuestro quehacer diario, por supuesto batallábamos con el hecho de que éramos mujeres, éramos jóvenes y estábamos solas, en un local a pie de calle. Unas aventureras en toda regla. Esa lucha se extendía también a los “compañeros” con los que nos enfrentábamos en nuestras causas y en ocasiones también a los funcionarios de la administración de justicia. Y sobre esto último, aunque no lo parezca, versa mi anécdota.

Una mañana, esta servidora acudió puntual, impecable y perfectamente preparada (era joven, como he dicho) a una vista en un juzgado de lo penal. Mientras esperaba en el pasillo, ay…ese pasillo…esos cuerpos rozándose en los escasos dos metros existentes, ese vaho mañanero de la multitud, ese olor a humanidad … Sigo. Mientras esperaba en ese pasillo, vi salir de la sala donde yo tenía que celebrar a un señor con toga que identifiqué como fiscal. Comenzó a aproximarse a mí con tal seguridad que, descartando conocerle, di por sentado que venía a hablarme de mi juicio. Se puso frente a frente de mí, con su cara excesivamente cerca de la mía, rompiendo todo espacio personal con la excusa de que el pasillo era estrecho y me dijo:
-«Letrada, le pregunto como letrada pero también como mujer. Si yo a usted le dijera “quiero follar contigo” ¿usted que diría… se sentiría agredida?».
En ese momento me congelé, me quedé de piedra, totalmente descolocada. Ante mi perplejidad y tras un largo silencio, incómodo para mí, seguramente gozado por él, el representante del Ministerio Público me aclaró: «es que tengo un asunto en el que a una chica por la calle le dijeron que la querían follar y no tengo claro hasta qué punto eso puede suponer una agresión y quería conocer su opinión».
Mi respuesta no fue la que hubiera deseado, porque mi juventud y mi sensación de inferioridad y vulnerabilidad en aquel momento habló por mí. Sentía cómo se relamía por haberme descolocado y haber perturbado mi seguridad y mi calma. Su conversación acabó derivando en una suerte de interrogatorio para saber cuánto tiempo llevaba ejerciendo y dónde tenía el despacho, recomendándome qué hacer y no hacer en esta profesión. Todo en un tono paternalista, fingidamente amigable, que apestaba a abuso de posición y género.

Unos minutos después, este personaje y yo volvimos a encontrarnos en la sala, donde mantuvimos posiciones encontradas. Durante el juicio eran más mis ganas de salir de allí que mi concentración en la causa que defendía. En cuanto terminó, salí corriendo lo más rápido que pude, con la cabeza baja para no encontrar su mirada. Nunca pretendí siquiera averiguar qué fiscal era. Tenía clarísimo que cualquier intento de denuncia o queja contra él no haría más que perjudicarme en el ejercicio de esta, tan noble profesión, que tanto trabajo me costó levantar.
Volví a mi despacho, pequeña, derrotada y enfadada conmigo misma por no haber sabido responder como merecía. Allí me esperaba mi socia que, una vez más, le dio nombre a todo lo que había vivido y sentido esa mañana y me curó con ese apoyo que, hasta el momento, solo nosotras podemos ofrecernos.
Lorena Lozano Benito es abogada sevillana, socia de «Bolonia Abogacía».
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Me Too Sur, 5
5/2/2023
ACOSO INTOLERABLE EN LA UNIVERSIDAD DE GRANADA
Por Noelia Pérez Cámara

Para mí, la ciencia juega un papel fundamental y nos permite poner el foco en
cuestiones importantes y, además, servir de denuncia social. Por ello, hoy me gustaría
utilizar el micrófono que se me ha ofrecido para poner sobre la mesa un asunto tan
relevante como es la violencia que sufren las mujeres en nuestra universidad.
Tal y como afirman desde la OPRA, cada día se denuncia un caso de acoso o varios
(psicológico o sexual). Me gustaría enfatizar que no somos números, sino que somos
personas con nombre y apellido, familia, trabajo, y cuya salud mental se ve gravemente
perjudicada. A día de hoy, el esfuerzo de la Universidad por resolver y prevenir estos
casos es insuficiente.
En mi caso particular, han pasado 10 meses desde que puse la denuncia y aún no se ha resuelto nada, lo que me obliga a ir a trabajar cada día al lugar donde trabaja la persona denunciada sin ningún tipo de medida de protección a pesar de que esta persona cuenta con 4 denuncias por acoso sexual.

Me gustaría haber podido comentar este caso con el Rectorado, pero mis solicitudes para tener una reunión fueron ignoradas. De esta forma, al igual que intentamos que la UGR se encuentre entre los rankings de mayor producción científica, me gustaría que nos esforzáramos por reducirl los casos de acoso para que no ocupemos los primeros puestos en los rankings del acoso.
Porque para hacer ciencia, necesitamos espacios seguros.

Además, al sufrimiento de haber vivido un hecho así, se suma la poca sensibilidad por
parte de trabajadores y trabajadoras que están en primera línea atendiendo a las víctimas
junto al silencio o no respuesta que ofrece la universidad ante estas problemáticas.
Estos casos son intolerables, y no debemos mirar a otro lado o quedarnos en silencio,
porque en problemas sociales como éstos, el silencio nos hace cómplices.
Noelia Pérez Cámara es psicóloga y está contratada en FPU ( Formación del profesorado Universitario) por la Universidad granadina.
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Me Too Sur 6
10/3/2023
EL ACOSADOR ADMIRADO
–Por Amparo Gimeno Lavin
Para mi es un espanto contar algo personal en un medio público. Sin embargo, allá
voy, en parte por el correteo al que me está sometiendo una amiga muy querida y en
parte porque entiendo que es mi obligación y eso siempre me funciona.

La historia que cuento me pasó cuando posiblemente tenía veinticinco años. Llevaba
casi dos años trabajando como abogada en Comisiones Obreras. Vivía en una vorágine
de descubrimiento profesional e ideológico y me esforzaba por merecer todo aquello.
Fui con varios compañeros hombres del Sindicato a unas jornadas de formación en
Huelva. En ella participaba un abogado mayor de gran renombre, admirado por todos
nosotros por su defensa de los derechos y libertades durante la Transición. Yo, como
buena mitómana, lo admiraba más que nadie
Recuerdo, ya de forma muy emborronada, que hablé con él varias veces durante las
jornadas, que a lo mejor me preguntó por mi trabajo o comentamos algo de lo que se
había dicho. Yo me sentí reconocida en aquellas breves conversaciones como una
colega, como una persona con algo de inteligencia. En fin, eso me produjo una
sensación de tranquilidad, de agradecimiento, de sentirme una más.

Creo que al final de las jornadas, hubo una cena colectiva y luego fuimos todos a una
especie de discoteca, que me suena oscura y con unos asientos mullidos y bajitos, muy
de la época.
Cuando yo estaba de pie en una esquina, mi ídolo se acercó, pero ya no me habló, solo
me agarró acercándome mucho. Torpemente me aparté, riendo (¿de qué?), como
pude.
No recuerdo las palabras que usó, pero en suma me dijo que por qué lo había
provocado, que a qué estaba jugando. Me habló con intenso desprecio.
Aquella madrugada, sola de vuelta al hotel lloré y anduve dando vueltas por la
habitación, llena de vergüenza. Pensaba que efectivamente había dejado notar
demasiado mi admiración, que lo había confundido, que todo el mundo se había dado
cuenta. Como he leído en otras historias, era de nuevo pequeña, me sentía sucia y
desde luego ya no era una de ellos.
Siendo, como es, una historia muy corta y sencilla, tuvo que pasar tiempo hasta que
pude verlo de otra manera, sin sentirme avergonzada de mi, sin sentir que tuve la
culpa.
Recuerdo haber pasado por situaciones semejantes, antes y después que esta, largas y
cortas, algunas más graves. Otras que he vivido, todavía ni siquiera las he repensado,
están ahí como atravesadas.
Todas estas historias tienen algo en común y es que me han hecho dudar de mi. En casi
todas he buscado en principio una explicación menos dura y fea que el puro
machismo, algo que me diera un poco de control. Ahora ya bastante mayor, con
mejores amigas que nunca, sé por ellas que no la hay.
Amparo Gimeno Lavin es funcionaria de la Administración local.