Por Cristina Martínez Martín
Poco más les quedaba de margen de maniobra a nuestras abuelas, bisabuelas y tatarabuelas, incluso a muchas de nuestras madres… Si se casaban y no sacaban en toda su vida los pies del plato, es decir, se dedicaban a sus familias y a sus labores sin otra perspectiva social o laboral que las de clase alta ser: mujeres florero, las de clase media: ayudantes sin paga ni reconocimiento del negocio de sus maridos, y las de clase baja: siervas y esclavas. El resto engrosaba el gran grupo de las santas.
Cuando en el matrimonio tenían mala suerte sufrían en silencio, maltratos, subordinación, humillaciones y disgustos. Los curas ejercían de psicólogos improvisados recomendándoles paciencia y resignación. Su vida aquí abajo era un infierno, pero en cuanto muriesen irían derechitas al cielo. Esas mujeres consideradas unas santas por sus hijos, esos muchachos privilegiados por el hecho de haber nacido hombres, resultaban intocables. Ahora bien, esos mismos hijos a menudo salían mujeriegos, algo que de por sí ni siquiera estaba mal visto, y consideraban a sus conquistas, putas.
Las que no se conformaban con pasar por ese aro, recibían de todas formas ese apelativo. Ni siquiera necesitaban ejercer de putas para ser consideradas como tales. Con ser rebeldes en lugar de sumisas ya lo adquirían. El problema en muchos casos es que eran las propias mujeres quienes se encargaban de domeñar a las rebeldes, y de perpetuar esa injusta situación.
Cuando contemplo al gobierno actual lleno de mujeres, me digo que en sólo una generación el cambio ha sido crucial y trascendente. La lucha por la igualdad nos ha dejado a muchas de nosotras descalabradas de por vida, sin embargo ha valido la pena. Y no puedo menos que congratularme y desear que aquellas solteronas, putas y santas de antaño, pudiesen echar una ojeada a lo que ahora han conseguido sus nietas.
Cristina Martínez Martín es escritora