O EDUCARSE PARA LA IGUALDAD CON UN HIJO
Por Amparo Díaz Ramos
Recuerdo a mi hijo, pequeño, con su muñeco en el carrito, cruzando la calle, y los pitidos de un coche. Él iba feliz porque por fin podía sacar a su muñeco favorito en un carrito. A mí, que le había comprado sus dos primeros muñecos (un niño y una niña) al cumplir un año, me había costado un poco (al menos un par de días) responder favorablemente a su petición de un carrito. No era lo mismo jugar con muñecos en casa que pasearlos por la calle. Lo cierto es que él iba exultante con su carrito importándole poco que la gente se nos quedara mirando.
Días más tarde cogió su antigua mochila de bebé, se la puso, y salió a la calle en su moto de juguete, con su bebé a la espalda (inolvidable la moto porque tuvimos problemas con la batería de esa moto y había que empujarla la mayoría de las veces con el niño y el bebé encima, pero esa es otra historia). Tenía tres años entonces, lo recuerdo con seguridad porque lo operaron de amígdalas y vegetaciones, y esas Navidades, aterrada yo aún por lo mal que lo pasó, consiguió la moto que después tuvimos que empujar tantas veces mi hermana y yo. Su padre tenía razón, era exagerado comprarle una moto que había que sacar a la calle.
No sé cuanto le duró a Jorge la pasión por los muñecos pero poco a poco fue sustituida por jugar a las cocinitas. Empezó con cacharros de cocina de juguete, en los que colocaba alimentos de juguete que nos encantaban a los dos. Pero eso pronto se le quedó corto y empezó a pedirme cacerolas de verdad y alimentos de verdad. Fue una etapa llena de importantes negociaciones entre nosotros, en la que creo que él cocinaba más que yo.
Un día me contó que el papá de su amigo José Antonio, cuando estaban en su casa, no les dejaba jugar a las cocinitas y que les decía que eso era de maricones. Me preguntó que qué era “maricones”. Comprendí entonces perfectamente por qué José Antonio se lanzaba con tanta pasión a los cacharros en cuanto llegaba a nuestra casa.
A los cinco años mi hermana leyó su tesis doctoral (a los cinco años de mi hijo, no de mi hermana). Aunque Jorge estaba bastante perjudicado por la alergia y sale en las fotos con cara de dormido, tuvo un fuerte impacto para él: abandonó la cocina por los experimentos. Los mismos cacharros pasaron a ser lugares en los que mezclaba todo tipo de cosas, las removía, y vigilaba su evolución. Tengo que decir que yo también vigilaba y que no tenía acceso a productos químicos.
Él tenía, desde muchos antes, por supuesto, además de un kit de herramientas (y casco) con el que en una ocasión se puso a abrir un hueco en la pared, otro de limpieza de la casa, con su pequeña escoba, fregona y cubo. Los fines de semana por la mañana después de desayunar comentábamos juntos las noticias que yo le leía, transformando los textos obviamente, y luego recogíamos (más o menos) juntos la casa. Cosa que me veía hacer cosa que quería hacer, pero claro, yo tenía que poner límites…y los ponía (complicadísimo, pero eso es otra historia).
La igualdad hasta entonces creo que era algo que fluía suavemente en nuestro día a día, aunque el mundo en general nos iba atravesando constantemente con la discriminación y la violencia. Pero aún no teníamos que discutir entre nosotros por esos motivos. Recuerdo un día en el que eso cambió. Acudíamos desde que era pequeño a manifestaciones en contra de la violencia de género y creo que tendría seis años cuando tras los gritos masivos de “no a la violencia contra las mujeres” él gritó: “¡ni contra los hombres!”. Yo me sentí incómoda, aunque podía entender que para él una reivindicación de respeto hacia las mujeres le pareciera una injusticia para los hombres. ¿Es que había que respetar a las mujeres y a los hombres no? De vuelta a casa le intentamos explicar por qué pedíamos el cese de la violencia contra las mujeres, y que eso no significaba que considerásemos buena la violencia contra los hombres.
Fue un rato de charla en el que al principio él estaba enfadado. ¿Cómo podía ser más importante para mi lo que le pasara a las mujeres que lo que le pasara a él o a su padre que son hombres? Le expliqué que no era así, que claro que me importaba lo que le pasaba a los hombres, y que por eso mismo había que mirar lo que necesitábamos los hombres y las mujeres, y que las mujeres pedíamos más respeto y seguridad porque había hombres que nos hacían daño de diferentes formas, algunos incluso sin darse cuenta. Hablamos de historia, de sentimientos, de necesidades, de las formas de resolver los conflictos, y un poco sobre el feminismo, sobre el que ya habíamos hablado en otras ocasiones. En los días siguientes volvió a sacar la conversación varias veces, introduciendo lo que otras personas, y sobre todo el padre de José Antonio, le habían comentado sobre la violencia contra las mujeres (que es igual que contra los hombres, que no hay más), y sobre el feminismo (que dice que las mujeres son superiores que los hombres). Quizá le dije que el feminismo le dejaba libre para jugar a las cocinitas y el padre de José Antonio no, pero lo cierto es que no lo recuerdo.
El caso es que creo que llegó a la conclusión de que existía una injusticia generalizada que se llama machismo, porque poco después, estando en casa de mis padres me dijo: ¿mamá, por qué los abuelos están siempre sentados en la butaca sin hacer nada mientras las abuelas hacen la comida y la llevan a la mesa?. Yo le recordé que había una costumbre (el machismo, vaya) que dividía las tareas entre hombres y mujeres, y que a las mujeres solía tocarnos la parte de cuidar y servir. Él me dijo: “ya, ¿pero por qué no cambian?”.
A los pocos días conseguimos que mi padre ilusionado empezara a encargarse de freírle las patatas a su nieto: Jorge se lo había pedido, después de que yo le animara a hacerlo, precisamente porque él puso el foco en el cambio. Vamos que lo cocinamos juntos entre mi hijo y yo, pero la diferencia sobre todo la marcó él. Y no fue el único cambio en mi padre, que desde que nació su nieto se había dado así mismo la oportunidad de ser hombre de otra manera.
Pero luego las cosas se torcieron, como suele suceder, al iniciarse en la adolescencia; o, siendo más justas, se expandieron. De nuevo mi hijo volvió a cuestionar el feminismo, no sus objetivos, sino su estrategia y específicamente su nombre. Lo hacía creo que en base sobre todo a lo que los y las adolescentes con las que se relacionaba, y sus padres y madres, consideraban feminismo, y llegaba a la conclusión de que casi nadie sabía lo que era el feminismo y que ese nombre se identificaba erróneamente con querer poner por encima a las mujeres de los hombres. Esta fase dio para muchas discusiones, dentro de las cuales mi hijo iba haciendo propuesta de nuevos nombres para el feminismo. Tenía que haberlos apuntado.
Muy poco después mi hijo empezó a salir con chicas, y ellas compartieron con él experiencias de acoso y de miedo por las calles, incluso de violencia sexual. Todas lo hicieron, lo que le resultó a él demoledor.
A día de hoy seguimos intentando superar el veneno machista que llevamos dentro, e intentando aprender a ser personas igualitarias, es decir, feministas. No sé quién ha ayudado a descubrir más cosas al otro, probablemente él a mí (gracias Jorge).
Amparo Díaz Ramos es abogada, especialista en violencia de género