TIN HINAN
La matriarca fundadora de los Tuareg
Por Carmen Herrera Castro
Relato 4
En el día de hoy Aisha Kandisha quiere recordar una historia que sucedió antes del principio de la historia:
Mucho antes de la escritura, antes de que los cronistas redactaran la narración sesgada
que ha llegado hasta nuestros días, hubo una época en la que los hijos eran de la tribu.
Una época en la que aún no existía el concepto de padre −pero sí el de madre−; una
época en la que el amor era libre y los hijos de todos. Una época de libertad e igualdad.
Sucedía que, un buen día sin que nadie supiera cómo ni por qué, en el cuerpo de una
mujer se producía un milagro: comenzaba a gestar, como una bendición mágica que caía
sobre la tribu.
Fue la época de la Diosa −ya que solo en el cuerpo de las mujeres se obraba el prodigio−. Estaba la diosa de la fertilidad y de las cosechas, la diosa madre naturaleza y
la diosa vida, y la diosa que acompañaba en la buena muerte. También fue la época de
las reinas, de las cazadoras, de las guerreras…
En las pinturas rupestres de los montes Tassili N´Ajjer, que abarcan un periodo de 3.000 años −del 5.000 al 2.000 antes de nuestra era… ay… cuando el Sáhara era un vergel…− están representadas mujeres cazadoras, agricultoras, ganaderas, sacerdotisas, guerreras…
La «Dama blanca» de Auanrhet, lleva rodilleras falda y brazaletes de flecos, de sus manos parecen brotar chorros de agua. La Sacerdotisa de Jabbaren −datada entre los años 8000 al 6000 antes de nuestra era− también lleva rodilleras, tobilleras, un cinturón del que cuelgan dos tiras como taparrabos, y tiene un tocado en forma de medialuna. Otra «Dama Blanca», la de Damaraland, representa a una cazadora con arco y flechas en la mano derecha y una floren la mano izquierda…
Esta época dorada de reinas y diosas terminó cuando el varón descubrió su vínculo directo con los hijos: la paternidad.
El concepto de paternidad llevó aparejado el de propiedad: el varón solo podía tener la certeza de su paternidad sometiendo a la mujer: solo si la mujer es «mía» estaré seguro de que los hijos son «míos» …
Entonces los hombres se arrogaron el derecho de esclavizar a las mujeres y comenzaron los tiempos oscuros del patriarcado.
El primer paso fue convencer a las mujeres de su incompetencia. Para ello eliminaron los modelos en los que reflejarse. Así las mujeres comenzaron a desaparecer de las crónicas; de los espacios, de las historias, de la vida pública… Las estatuillas de terracota que representaban desde tiempos remotos a la diosa se perdieron… Las pocas que se han encontrado proceden de tumbas neolíticas. La devoción a la diosa ha posibilitado que su hermosa figura de venus esteatopigia haya llegado hasta nuestros días… Una de las escasas estatuillas de la diosa madre que se conserva es la que siempre portaba, como su deidad protectora, Tin Hinan.
La diosa de Tin Hinan era la mismísima Tanit. El difuso límite entre la historia y la leyenda −sobre todo cuando no existe ningún registro escrito de los hechos y cuando han pasado más de cuatro mil años desde que sucedieron− no debería importar demasiado cuando sabemos cómo miente la historia para dibujar la realidad a su acomodo. Por eso relataré la historia de Tin Hinan basándome en los relatos de tuaregs y amazighs, que la consideran su madre, entendiendo el concepto como madre de su cultura, de su amor por la libertad, de su amor por el desierto, por los espacios abiertos y sin fronteras.
Tin Hinan fue la última reina atlante. Partiendo de Tartessos atravesó el desierto a lomos de una camella blanca, acompañada de su fiel criada Tamakat hasta llegar al entonces fértil Valle de Abalessa, al sur de Argelia.
La travesía fue larga y difícil, pero Tin Hinan supo vencer todos los obstáculos, fundó asentamientos, ciudades y pozos cuyas aguas aún alivian a los nómadas en el desierto.
Unificó las tribus rebeldes, las gobernó y les dio una patria sin fronteras; una hermosa tierra a la que los romanos llamaron Ifriquia, y los árabes Ifriquiyya… Una tierra que daría nombre a todo un continente.
Tin Hinan nunca necesitó fronteras, porque ella era la tierra y toda la tierra era suya y de sus descendientes: los Tuareg, que han guardado con veneración, de generación en generación, su recuerdo, así como su tumba durante siglos en un túmulo sobre una pequeña colina donde, junto a sus restos, en los primeros años del siglo pasado, se encontró la pequeña estatuilla de terracota de la diosa madre, que siempre la acompañaba, y que nos recuerda que hubo una época, muy muy lejana, antes de la escritura, antes de que los cronistas redactaran la narración sesgada que ha llegado hasta nuestros días, en la que no hubo dioses ni reyes, sino diosas y reinas.
Carmen Herrera Castro es poeta, fotógrafa, ilustradora, editora, médica especializada en Medicina Nuclear y presidenta de la Fundación María Fulmen.