
QUIEN NO TIENE UNA MADRE PESÁ NO SABE LO QUE SE PIERDE
Por Amparo Díaz Ramos

Ayer sin ir más lejos iba yo saliendo de mi casa para el juzgado, en plan espíritu de paz a pesar de que lo mismo me encontraba a la jueza más dialogante que borde, lo mismo aplicaba las leyes de una forma comprensible que todo lo contrario, lo mismo nos dejaba hablar o nos decía que ya estaba bien a la mínima de cambio. La única cuestión que me parecía muy probable era encontrarme a mi cliente con su madre al lado, por aquello del cromosoma X doble y la crianza adobada en patriarcado, en plan apoyo incondicional a los hijos e hijas hasta la inmolación. Y, tengo que reconocerlo, estaba un poco cansada de esa madre pesá, porque iba a abanderar los derechos de su hija más allá de lo realista, porque iba a preguntar las cosas que ya había explicado, porque me iba a cuestionar una y otra vez y se iba a meter en todo y más. Y entonces sucedió el milagro del taxi, un fenómeno que consiste en que te metes en un taxi de una manera y sales de otra, trasformada.

Sucedió así, yo abrí la puerta y dije buenos días mientras me sentaba. Entonces el taxista me preguntó que a dónde iba, y yo le contesté que a los juzgados de la Avenida de la Buhaira, frente al edificio Noga, lo más rápido posible porque tenía un juicio e iba con el tiempo justo (el tiempo en mi vida es lo único que siempre es justo). Me preguntó si tenía alguna preferencia por la ruta y le dije que la que fuera más rápida sin más. Entonces él dijo:
-«Bueno mamá, te tengo que dejar que estoy trabajando».
Y una voz le contestó:

-«Hasta luego hijo».
En ese instante me sentí sorprendida, dándome cuenta de que lo que yo ingenuamente creía que era la realidad densa y tangible, yo entrando en un taxi y hablando con el taxista, no era más que una interrupción en una conversación entre un hombre adulto y su madre.
De fondo sonaba la Cope.
Tal vez el taxista pensó que me extrañaba para mal que hablara con su madre y se puso a darme explicaciones.
-«Es que mi madre es muy pesá, me llama todos los días, y a mis hermanos -me dijo-, ahora debe estar llamando a mi hermano poque mi hermana está trabajando y no la puede llamar hasta por la tarde, que si no la llamaría ya también. No sé por qué lo hace porque ella tiene amigas… y eso, mi madre es joven y está muy bien. Mi padre no nos llama nunca, pero ella todos los días y para preguntar cosas como qué vas a comer, eso lo pregunta siempre«.
Miro a través de la ventana, fuera el calor está creciendo mientras mi taxista y yo estamos protegidos y unidos por el aire acondicionado. Me acuerdo de mis padres, él que no me llamaba y ella que lo hacía cada día, hasta que dejó de hacerlo y entonces era yo la que llamaba.
-¿También eran distintos cuando erais niños?– Le pregunto sin más a mi taxista que, calculo, debe tener casi cuarenta años o cuarenta y pocos, así que la madre puede tener, probablemente, unos sesenta y cinco años o setenta. La imagino al otro lado del frontal del taxi, en una especie de dimensión maternal, orgullosa de su hijo y respetando su trabajo del que, en cierto modo, quiere un poco formar parte y tal vez, por estar ahí, persistiendo al otro lado, lo consigue.

-«Pues sí, ella siempre estaba pendiente de nosotros, tres chiquillos casi de la misma edad -me dice–. Nos tenía controladísimos pero si me caía o algo me dolía yo a quién iba era a mi madre, y mis hermanos también. Mi padre era más seco, él hablaba menos, también pasaba menos tiempo con nosotros, pero bien, ¿eh? Trabajó mucho y ahora disfruta de su jubilación. Mi madre también está disfrutando pero no sé por qué nos llama todos los días para preguntarnos siempre lo mismo, que si la comida, que si la salud, que si estamos cansados, que si el trabajo...»
En la cope el locutor, creo que Carlos Herrera, dice de repente “quizás”.
–Supongo que ya no os caéis mucho o no buscáis a vuestra madre cuando lo hacéis -le digo.
-«Eso, yo con esto del pádel tengo los tobillos fatal, pero ella no se entera».
–Ya– le digo a mi taxista mientras siento cada vez más simpatía por su madre. ¿qué estará haciendo ahora? ¿Estará pudiendo hablar con el otro hijo? ¿Qué tendrá ella para comer? Lo único seguro es que una madre estaba feliz conectada con su hijo y yo la interrumpí. Ahora soy yo la que habla con él. ¿Quién estará hablando con mi hijo? Carlos Herrera -a esas alturas estoy segura de que es él- nos pregunta qué podemos cambiar.
Mientras tanto hemos llegado a mi destino.
–«Buen juicio«– me dice mi taxista.
–Llama a tu madre y cuéntale algo de tu vida– le digo yo.
Cuando llego a la sala de espera del Juzgado veo a mi cliente y a su madre.
–Me alegro mucho de verla– le digo a la madre.
Amparo Díaz Ramos es abogada especialista en violencia de género.
Amparo Díaz Ramos en Mujeres del Sur: